(En la primera parte decidimos buscar el Silencio y la Nada. No sabemos si lo podremos encontrar pero en el sur de la provincia de Soria hay una comarca que tiene menos densidad de población que Laponia. La carretera termina en Carecena y allá nos vamos, buscando esta especie de Fin del Mundo. En el capítulo anterior nos detuvimos ante el Castillo de Gormaz).
@David Ventura/ Después de la parada en San Miguel, hay que ascender hasta el castillo, un perímetro amurallado de mil doscientos metros, 446 metros de largo y 28 torres. En su momento, el mayor castillo de toda Europa. Durante los siglos IX y X, árabes y cristianos se disputaron esta zona, que fue cambiando de manos continuamente. Entre el año 966 y el 1060, el castillo de Gormaz se mantuvo inexpugnable, hasta que fue conquistado definitivamente por las tropas cristianas de Fernando I de Castilla. En la actualidad, del castillo quedan restos de la torre del homenaje pero, principalmente, su principal atractivo son las murallas. El castillo no está museizado ni se ha reconstruido, por lo que conserva el encanto decadente y fantasmal de los viejos castillos en ruinas.
Proseguimos el camino hacia Villanueva de Gormaz, con sólo diez habitantes censados. A la entrada encontramos la pequeña ermita del Santo Cristo. El edificio aguanta renqueante, como si aguantara al respiración antes de desplomarse. Adosado a la iglesia está la tapia del cementerio y, enfrente, una lúgubre cruz de madera negra. Tras la ermita, un enorme prado en barbecho. La estampa es bellísima. Villanueva de Gormaz llegó a contar con 300 habitantes y fue un pueblo vinícola. Se dice que celebraba la Semana Santa de una manera muy peculiar: tras cantar el Miserere y apagar las doce luces, la iglesia quedaba a oscuras y los mozos aprovechaban la ocasión para clavar las faldas de las chicas en los bancos. En el municipio de Villanueva también encontramos el despoblado de San Cibrián, un lugar que, según la leyenda, fue abandonado a causa de un ataque de termitas. Dudo que esto ya le importe a nadie. Todo desapareció como lágrimas bajo la lluvia, que dijo el androide aquel.
A partir de Fresno de Caracena, la carretera local atraviesa una zona boscosa que avanza en paralelo al cauce del río Caracena. La carretera se limita a una lengua asfaltada y, tras un tramo de curvas, llegamos a Carrascosa de Abajo, un núcleo urbano mínimo en el que encontramos algunas casas restauradas. Sentado en la plaza de la iglesia, escucho el ruido de una hormigonera. Es una música prosaica pero, al menos, indica que alguien se está preocupando en reformar una casa. Los pueblos de esta zona no contaron con electricidad y agua corriente hasta la década de los noventa y su llegada ha conseguido revertir el proceso de abandono y desertización. Los que se fueron del pueblo vuelven en verano con sus hijos y se empiezan a plantear la posibilidad de restaurar la casa familiar o comprar alguna finca. Evidentemente, sin agua y sin electricidad es muy difícil convencer a nadie para que se quede en su pueblo.
Pasado Carrascosa, la poca cobertura que le queda al teléfono móvil desaparece definitivamente, con lo que ascendemos un peldaño más en nuestra búsqueda del silencio. Para llegar a Caracena nos quedan cinco kilómetros en los que la presencia del silencio empieza a palpar. Los chopos se estremecen al paso del viento. Un águila extiende las alas. Sobre un risco, las ruinas de una atalaya árabe. Ningún coche a la vista. Me acerco a mi destino, en el horizonte ya se dibuja el perfil del pueblo. Es el momento de aparcar el coche y saborear el momento en toda su intensidad.
Caracena es el pueblo donde termina la carretera hacia la Nada. Dicen las crónicas que gozó en el siglo XII de su momento de gloria y que de esta Villa dependían hasta treinta aldeas. El rey Alfonso la quería a toda costa y en 1146 la canjeó al señor de la Villa, el obispo de Sigüenza, a cambio de unas salinas y otras propiedades. Para resguardar la ciudad, mandó construir una muralla de la que no queda prácticamente nada, y un castillo que fue escenario de choques violentos durante la Guerra Civil Castellana entre Pedro el Cruel y Enrique de Trastámara. La Historia -la que se escribe con H mayúscula- pasó por aquí. Podríamos añadir que la Historia pasó por aquí pero no se detuvo, a tenor del aspecto cariacontecido que presenta Caracena en la actualidad. Es el momento de entonar el ‘ubi sunt‘ y preguntarse qué se hizo de tantas glorias mundanas, donde quedó el estandarte victorioso ondeaba al final de la batalla, quien recuerda el nombre de los patricios y condes que cantaron poetas y trobadores, etcétera, etcétera y etcétera.
Atravieso la plaza mayor de la villa, donde se encuentra un rollo barroco fechado en 1738. Bajo el porche de una casa hay dos viejecitos que me observan. Les saludo con la cabeza. La plaza tiene el enlosado restaurado y, como supongo que se pisa poco, tiene un aspecto impecable. El mínimo nucleo urbano de Caracena presenta dos iglesias románicas de gran importancia. De la de Santa María no hablaré, ya que cuando la visité estaba siendo restaurada y cerrada al público; sí que le dedicaré un espacio a la iglesia de San Pedro, un tesoro que se encuentra al final del pueblo, es decir, a un minuto a pie de la plaza. Al contemplar la iglesia de San Pedro, la primera pregunta que uno se hace es… ¿qué hace esto aquí? Es decir: ¿qué pinta algo así en un sitio olvidado? ¿por qué esto no sale en las guías? Porque este templo es espectacular, bocatto di cardinale. Cuenta con una galería exterior porticada: ocho arcos sostenidos por columnas de doble fuste coronados por capiteles exquisitos. El conjunto es de una belleza, digamos, aérea. Es tan hermoso que, por un momento, quise creer, renunciar a mis firmes convicciones agnósticas y ponerme en manos de la fe que había levantado ese espacio de belleza pura.
En el interior de la iglesia, un soñoliento funcionario de la Junta me informó de algunas peculiaridades del pueblo: “Caracena tiene 23 habitantes censados aunque, en realidad, sólo tiene siete residentes. Un matrimonio y sus tres hijos, que estudian en San Esteban de Gormaz, y dos adultos solteros. De lunes a viernes, sólo tiene cuatro residentes. Hay gente que prefiere empadronarse aquí porque los impuestos son más baratos, pero este pueblo es muy solitario. En verano, los antiguos residentes vienen a visitar el pueblo. Desde que hay electricidad y agua corriente, alguno se ha animado a restaurar la casa. Incluso las fiestas patronales se han cambiado y ahora se celebran en agosto, que es cuando hay gente”. Le pregunto por el castillo: “Subiendo por este camino. Son diez minutos a pie”.
Empiezo el camino: un sendero de cantos que atraviesa un páramo de roca caliza, zarzas y saltamontes. En cinco minutos alcanzo la cima de la ladera y sí, al otro lado, resguardado de toda mirada, aparece un castillo achaparrado, grueso, redondeado, aplastado por el olvido, inclinado hacia atrás, como si el paso del tiempo hubiera conseguido, finalmente, hacerle torcer la espalda. El castillo está en ruinas pero la estructura exterior es perfectamente reconocible, con diez torres cúbicas y un doble foso. Nos encontramos a 1150 metros de altura y, a lado y lado de la ladera, se abre el barranco de los Pilones y el de las Gargantas. Nuevamente la vieja y conocida sensación de estupor, de estar ante algo que no debería estar aquí. Me acerco a lo que queda del castillo y apoyo mis manos en los muros de mampostería. Se supone que debería notar el peso apabullante del tiempo pero no lo tengo nada claro. Llegué aquí buscando silencio y no sé si lo he encontrado. Honestamente, ¿qué demonios es el silencio? Ahora que parece que lo he encontrado, ahora que estoy absolutamente solo, siento la necesidad de uhir de aquí. Este castillo abandonado me recuerda todo lo muerto, todas las cosas que me apenaban cuando era niño. Pienso en el niño que dejé de ser y me siento abismalmente abatido.
Vuelvo a pie hasta Caracena, donde me esperan sus cuatro habitantes. Me reencuentro con la iglesia de San Pedro, me siento en un banco de piedra a la sombra del pórtico y observo las golondrinas que han anidado en un hueco del techo. Observo hipnotizado el aleteo eléctrico del pájaro. Sopla el viento. Cae la tarde. El guía cierra la iglesia y intercambiamos un apagado “Buenas tardes”. Ahora sí que estoy sólo del todo. Me da por recordar a mi familia en Barcelona, pienso en mi vida en Eivissa, en todo lo que he vivido e intento imaginar lo que me queda por vivir. Cuando llega el atarceder, la naturaleza parece cerrarse sobre sí misma. Creo que el sitio que buscaba está aquí. Si consiguiera dejar de pensar, sería mi sueño hecho realidad. El telón cae y llega la Nada.
Viajes a ninguna parte: En busca del silencio (I)
Viajes a ninguna parte: Las Iglesias-OVNI de Zaragoza
Viajes a ninguna parte: Oviedo, hogar de la peor atrocidad de Calatrava