Hace unos días salió publicado un nuevo artículo hablando sobre la horrible “Spanish way of life”. Esta vez venía firmado por Mr. Jim Yardley en The New York Times. El año pasado ya aparecieron textos similares firmados por Herr Max A Hofer en Der Spiegel y por Mr. Martin Roberts en The Telegraph.
Al leer este tipo de artículos, en los que se muestra una España tan de souvenir de playa, no puedo evitar pensar que quizás es una estrategia para convencer a la población del norte de que la vida que llevan es la correcta, haciéndoles creer que vivir con sol y buen clima lleva a la gente a la perdición. Tampoco puedo evitar imaginar al columnista de turno, el día que escribió el artículo:
Ha salido de casa tan pronto por la mañana que le parece que todavía es ayer. Le esperan un par de horas de metro, de bostezos y de seriedad, esa seriedad que produce el que siga siendo de noche por la mañana. Hace frío y llueve.
De pie, agarrado con una mano a uno de los asideros del pasillo del vagón, hace esfuerzos por mantenerse despierto. El calor húmedo que desprende la aglomeración de gente y el traqueteo lo adormecen. En uno de los túneles su mente se rinde y sueña. Sueña que brilla el sol. Hace calor y oye el mar. No es cualquier mar, es tan azul que sólo puede ser el Mediterráneo. Se siente bien, feliz. El frenazo del tren en una de las estaciones lo devuelve de golpe a la realidad, a la mano en el asidero, a saber que fuera todavía llueve por lo mojada que entra la nueva remesa de pasajeros.
Reunión de redactores a primera hora. Huele a café de máquina y a vida cuadriculada. También huele a after shave y a globalización.
Al mediodía, sentado frente al ordenador en una sala impersonal, abre un envase de plástico ayudándose de la punta de un boli. Dentro hay un sandwich frío e insípido. Con el primer bocado insulso, le viene a la cabeza un bocadillo comprado en un chiringuito de playa una vez que estuvo en España. Aquel bocadillo le supo a gloria. Lo comió sentado en la arena bajo un sol que abrasaba. Al acabarlo buscó una sombra y extendió su toalla. Recuerda el placer de dormir de día. Dormir cuando brilla el sol.
Reunión de redactores a primera hora. Huele a café de máquina y a vida cuadriculada. También huele a after shave y a globalización.
Dormir cuando brilla el sol…. Eso es justamente lo contrario a lo que él hace. A él parece que lo persigue la noche. Sale de casa de noche, vuelve a casa de noche. Su vida transcurre con luz de neón. Este último pensamiento lo enfurece.
“¡Los españoles son todos unos vagos!” La ira le hace recordar aún más cosas espantosas sobre esa gente del sur. “Sólo piensan en la siesta, en comer, en beber, en la familia, en los amigos, en reír… en disfrutar… en vivir….”
Y deseando acabar su jornada laboral lo antes posible, porque aún le esperan dos horas de metro y lluvia, escribe contra esa vida que no se atreve a imaginar para él, no vaya a afectar a su productividad. Desde niño le inculcaron que uno debe ser útil (aunque sólo sea para que cuadren los números de una empresa para la que sólo se es un número).
Y busca fotos de gente que duerme la siesta en España, para ilustrar mejor aquello que ha escrito desde la rabia y sin haberse documentado en absoluto. Sin tener ni idea de las pocas siestas que se dan ya los españoles. Sin pensar que en las ciudades, sean del país que sean, la vida es muy similar. Entonces encuentra la foto de un campesino gordo y sin camisa, durmiendo sentado en una silla en su porche (A ver quién no para a las cuatro de la tarde en pleno agosto), o la de un cochero de Sevilla durmiendo en su carro a la sombra (A ver quién quiere pasear en carro, por el Parque de María Luisa, un mediodía a 42 grados), o la de dos chavales con sombreros de cowboy durmiendo en un banco de la calle durante unos Sanfermines (A ver quién trabaja cuando es día festivo, o incluso peor, a ver quién trabaja siendo un guiri que está de vacaciones). Estas fotos son las publicadas en sus artículos.
Deseando acabar su jornada laboral lo antes posible, porque aún le esperan dos horas de metro y lluvia, escribe contra esa vida que no se atreve a imaginar para él, no vaya a afectar a su productividad.
De vuelta a casa, agarrado de nuevo a un asidero del pasillo del vagón, se permite por un momento volver a recordar aquellas vacaciones. Sonríe, pero deja de hacerlo al ver que dos ejecutivos con aspecto de ganadores fracasados, lo miran mal. Sólo sonríen los locos, los tontos, los… felices.
Estos señores llegan a decir en sus artículos cosas tan absurdas como que la siesta era un derecho nacional que Zapatero, asesorado por Merkel, tuvo que erradicar alegando que, por fin, en España había aire acondicionado en las oficinas y que la excusa del calor ya no colaba. Y pensar que con tantos millones de españoles que hay, ninguno se había enterado de ese derecho… También critican que cenemos a las diez, pero dudo que ni Merkel, ni Lagarde, ni Draghi, fuercen a Rajoy a imponer un horario de comidas. Toda esta gente tan productiva, toda esa gente que jamás duerme la siesta, sabe que para imponer algo así deberían primero asegurarse de que todo el mundo tiene para comer y, por lo que se ve, ese derecho no parece importarles tanto.
Ni caso con esos comentarios , son tan tristes y grises como ellos, bastante tienen con no tener nuestra luz ni nuestro sol.
Que razón tienes!