La otra mañana, mientras hacía mis tareas diarias, escuché que subía un coche por el camino. No esperaba a nadie. Salí a mirar quién era. Era un hombre mayor, payés, con su camisa de franela a cuadros marrones bien metida por el pantalón, sujeto con un cinturón de cuero ancho y recio. Marcaba una tripa redonda muy común por aquí. No era alto, tenía pelo cano, piel curtida y manos de trabajar el campo. Los perros ladraron con el ladrido de avisar que viene alguien, pero alguien sin peligro. Son un buen detector de malas o buenas intenciones.
Salió del coche sonriendo “Hola, bon dia!” Sonreí, “Bon dia!”. Saludó a los perros con alegría y me preguntó si podría cortar alguna pequeña rama de uno de mis olivos. Sabía que uno de ellos es de los auténticos de aquí, de los buenos, de los ya viejos, “¡Aún más viejo que yo!” comentó volviendo a sonreír. Me explicó que las quería para empeltar (injertar) unos olivos jóvenes que había plantado hacía unos pocos años. Le contesté que por supuesto que podía y me interesé por eso del empalte, algo que siempre me ha parecido interesantísimo.
Hablaba con la tranquilidad de quien no conoce la prisa, de quien valora la charla, de quien le gusta hablar y contar con detalle. Era muy agradable escucharlo. Cuidaba las palabras y buscaba siempre la adecuada, con calma.
Fuimos al olivo. Es un señor olivo. Grande, alto, importante. Allí empezó a enseñarme qué ramas pueden servir y cuáles no. Las cogía y tocaba con la misma naturalidad y agilidad con la que los peluqueros cogen los mechones de pelo. Decidió que, para sus jóvenes olivos, cortaría unas ramas de las de arriba. “¿De las de arriba?” pregunté preocupada. El olivo es muy alto y está justo en el borde de una feixa (bancal). La feixa de al lado está mucho más abajo, por lo que la distancia de arriba del árbol al suelo es muchísima. “Pero ¿y cómo se va a subir usted ahí?” Él se reía, y me explicaba muy tranquilo “pues primero apoyaré un pie aquí, después me meteré por entre esas dos ramas y luego… Ya veré.” Yo no lo veía tan claro como él. “¡No se preocupe! Llevo toda mi vida haciendo esto. ¡Subo a los árboles mejor que un gato!” Y volvió a reír.
No sé cómo fue derivando la conversación, pero el caso es que, ahí entre el sol y la sombra de aquel olivo, me fue contando parte de su vida. Hablaba con la tranquilidad de quien no conoce la prisa, de quien valora la charla, de quien le gusta hablar y contar con detalle. Era muy agradable escucharlo. Cuidaba las palabras y buscaba siempre la adecuada, con calma. Me contó con precisión que hace dos años había tenido un infarto. Se le llenaban los ojos de lágrimas al hablarme de los médicos, de lo bien que lo atendieron, del cariño que recibió en el hospital y de lo agradecido que les estaba. Me habló de la vida, del excesivo valor que le damos al dinero, de hacer las cosas con cariño. Me habló de lo bueno que es llevarse bien con la gente, de saludar y sonreír, de ayudarse.
Me gusta esa sensación de vivir despacio, que no quiere decir vivir con pausa, porque si os digo la verdad… ¡No paro en todo el día!
Cuando finalmente fue a subir al olivo, preferí no verlo. Me daba miedo. Así que hice como hacía cuando mi hijo era pequeño y escalaba los árboles: no mirar, pero estar al tanto.
Al cabo de un momentito bajó con unas cuantas ramas jóvenes. Nos despedimos sonriendo y se fue camino abajo.
Después, mientras hacía unos garbanzos con espinacas, pensé en cómo me gusta vivir donde vivo y tener tiempo para dar importancia a las cosas pequeñas, que para mí son grandes. Cosas como poder prestar atención a los cambios de estación, a los olivos, o al relato de un viejo payés. Me interesa mucho lo de empeltar, aunque sé que no lo haré nunca, es todo un arte. Igual que me gusta fijarme en si ya están empezando a anidar las tórtolas, o buscar remedios caseros para mi lucha anual contra la cochinilla. O, por ejemplo, procurar que los garbanzos con espinacas salgan lo más rico posible. Me gusta esa sensación de vivir despacio, que no quiere decir vivir con pausa, porque si os digo la verdad… ¡No paro en todo el día!
Me parece que tienes razón , vivimos con demasiadas prisas aunque no nos queda otra. Si encuentras el remedio para la cochinilla dimello, es un aburrimiento, un saludo
Me parece que tienes razón , vivimos con demasiadas prisas aunque no nos queda otra. Si encuentras el remedio para la cochinilla dimello, es un aburrimiento, un saludo
Magnífico Susana, como siempre. Además, en mi caso, me transportas a mi infancia por los campos de bancales de Génova, a pocos kilómetros de Palma y a esos olores a algarrobo, almendro, figa de moro y demás, tan característicos, imagino que idénticos a los de Ibiza. De ahí era mi padre, aunque no lo conocí. Ni siquiera he ido nunca, pero me has hecho sentir mi infancia y, como sencillo propósito, una vida mejor. Me encanta leerte. Un abrazo.
Magnífico Susana, como siempre. Además, en mi caso, me transportas a mi infancia por los campos de bancales de Génova, a pocos kilómetros de Palma y a esos olores a algarrobo, almendro, figa de moro y demás, tan característicos, imagino que idénticos a los de Ibiza. De ahí era mi padre, aunque no lo conocí. Ni siquiera he ido nunca, pero me has hecho sentir mi infancia y, como sencillo propósito, una vida mejor. Me encanta leerte. Un abrazo.
Puri, la cochinilla y yo somos grandes enemigas. Por ahora lo que mejor me va es agua con un poquito de vinagre y un poquito de lavavajillas.
Puri, la cochinilla y yo somos grandes enemigas. Por ahora lo que mejor me va es agua con un poquito de vinagre y un poquito de lavavajillas.
Gracias Pepe, me alegra un montón haberte hecho recordar buenos tiempos. Y gracias por leerme.
Gracias Pepe, me alegra un montón haberte hecho recordar buenos tiempos. Y gracias por leerme.
Ai, nena, que bonic!
a ver si cuando vuelva por Corona me paso y te veo otra vez (con o sin policía)!
Ai, nena, que bonic!
a ver si cuando vuelva por Corona me paso y te veo otra vez (con o sin policía)!