@Susana Prosper/ Bajo muy poco a Ibiza ciudad, a Vila. La otra tarde fui. Habíamos quedado con unos amigos en la Plaza del Parque. Hacía muchísimo que no iba por allí. Me hacía ilusión eso de arreglarme y sentarme en la terraza de algún bar a charlar tranquilamente y a mirar a la gente pasar.
Llegué la primera y busqué un bar en el que sirvieran Voll-Damm. Mi marido y uno de los amigos, que vendrían después, son devotos de esa cerveza. Así que antes de ocupar una mesa, entré a preguntarle a la camarera “Hola, ¿tenéis Voll-Damm?” Me contestó sonriente que sí, a lo que respondí contenta “¡Perfecto! Entonces me siento en aquella mesa y me traes, por favor, una Mahou”. La chica y uno de los clientes que estaba en la barra, me miraron raro. Una vez sentada, caí en lo disparatado de mi pequeña charla. Quizás era el aviso de lo disparatada que iba a ser la tarde.
Al rato llegaron los demás y empezamos a hablar y a reír. Mientras tanto, las terrazas y la plaza se iban llenando de gente de todo tipo, de todas las edades, de todas las nacionalidades y de todas las diferentes tribus urbanas. Poco a poco el ruido ambiental, de tantos hablando a la vez, iba subiendo de volumen. Nosotros cada vez hablábamos más alto también.
“Hola, ¿tenéis Voll-Damm?” Me contestó sonriente que sí, a lo que respondí contenta “¡Perfecto! Entonces me siento en aquella mesa y me traes, por favor, una Mahou”
A la caída del sol se levantó un poco de viento. Lo suficiente para que las tipuanas, los árboles que pueblan la plaza, y que justamente están ahora en flor, nos regalaran una preciosa lluvia de pétalos amarillos. El suelo se cubrió con una preciosa alfombra de flores. Lo malo es que no cesaba y seguía y seguía y llegó un momento en el que todos teníamos el pelo, la ropa y los vasos, llenos de pétalos amarillos. Era bonito, pero me empezó a parecer un poco exagerada aquella invasión floral.
Seguimos charlando, eso sí, cada vez más alto para poder oírnos, tapando el vaso con la mano y quitándonos pétalos unos a otros de entre los mechones de pelo, cuando apareció un señor tocando un acordeón. Eso incrementó aún más el volumen de todas las conversaciones de todas las mesas. Y el viento no cesaba ¡Más pétalos! Y de pronto nos sobresaltaron a todos los gruñidos feroces de una pelea de perros. El dueño de uno de ellos, que estaba sentado en una mesa cercana a la nuestra, se giró tan deprisa para separarlos que cayó en plancha al suelo, con el lógico revuelo que algo así conlleva. Y mientras tanto, el acordeón seguía y seguía el viento y las flores y seguían las mil diferentes conversaciones a todo volumen.
Cuando nos reponíamos del susto, aparecieron unos siete u ocho chicos, fornidos y atléticos, tocando tambores, cantando y haciendo capoeira. Era impresionante verlos saltar y hacer sus piruetas a menos de un metro de las mesas. Un pequeño fallo de sincronía podría ser una catástrofe. La verdad es que me tenían en vilo.
El caso es que tantas cosas juntas me estaban empezando a aturdir. La cantidad de gente, el volumen de las charlas, los ladridos de los perros, el llanto de algún niño, el acordeón, los tambores, los cánticos brasileños, las piruetas, la lluvia incesante de flores, la caída del pobre señor, más una nueva caída de una niña que intentaba emular a los acróbatas…
Como ya nunca voy a la ciudad y estoy siempre en el silencio del campo, no hice ningún comentario sobre el estrés que me estaba creando tanta hiperactividad. No quiero que piensen que parezco Paco Martínez Soria. Me reconfortó comprobar que a los amigos que sí viven en la ciudad, también les estaba pareciendo todo aquello demasiado.
Y es que el estado de ánimo es contagioso. Sin darnos cuenta, con tanto lío, estábamos todos entrando en una especie de locura colectiva que se iba extendiendo entre las mesas y los paseantes, como un virus. Es curioso eso del contagio emocional. En las redes sociales pasa mucho y ahí sí que no tienen la culpa ni el señor del acordeón, ni los chicos de la capoeira. Está claro que este tipo de contagio no se transmite por el aire, ni tampoco por las flores, por muy insistentes que sean.
El estado de ánimo es contagioso. Sin darnos cuenta, con tanto lío, estábamos todos entrando en una especie de locura colectiva que se iba extendiendo entre las mesas y los paseantes, como un virus.
Justamente el contagio de las emociones hace que podamos vivir en sociedad, así como ocurre con las manadas de animales y las bandadas de pájaros. Lo malo es cuando estas emociones son negativas y eso pasa, a menudo, en las redes sociales. Es curioso y extraño que hoy en día se cuide más la palabra dicha, que la palabra escrita. Cuando de siempre había sido al revés. Todo un fenómeno que ya está siendo estudiado.
Si el incidente de los perros que acabo de contar hubiera ocurrido en la red, es muy probable que los dueños de los canes se enzarzaran en una discusión. Incluso, seguramente se habría unido más gente a la bronca y se habría sacado todo de quicio. En cambio, en la vida real, en la plaza, en persona, se limitaron a separar a los perros, zanjando casi sin palabras el asunto. Curioso este mundo de dobles personalidades.
Hay una cosa que he sacado en claro de toda esta experiencia y es que las flores de tipuana, a grandes dosis, manchan la ropa. El próximo día, nada de arreglarme para ir a la ciudad, directamente me visto de campo.
El día que tu quieras te invito y nos tomamos algo, no necesitas arreglarte tanto , y tranquila, en mi terraza no te llenarás de pétalos amarillos, si acaso alguna flor de las plantas de Plumbago .
Bueno, pero al final…¿tu marido y compañía tomaron Voll-Damm, o no?