@Susana Prosper/ Pepita es una mujer mayor, delgada y menuda. Entra en el restaurante agarrada del brazo de su sobrina. A pasos cortos y lentos llega a la mesa que hay enfrente de la mía. Se sienta y observa todo con mirada de niña. Saluda y charla, pero en cuanto puede se centra en sí misma. Se abstrae. Creo que disfruta con su mundo interior.
Alguien me comenta que Pepita nació, a principios de los años treinta, en la casa en la que yo vivo. Me muero de ganas de hablar con ella. Así que en cuanto veo que ha terminado de comer me acerco.
“Hola Pepita. Soy Susana. Vivo en la casa en la que usted nació”. Me mira con total sorpresa. Se le ilumina la cara. Me agarra las dos manos con fuerza y sin dejar de sonreír, llora de emoción. Sus manos de piel fina y suave, de dedos huesudos, aprietan las mías como si yo fuera su infancia. Se aferra a mí como a un hilo que la vuelve a unir con sus padres, con sus hermanos, con su vida de niña. De vez en cuando se seca alguna lágrima con un pañuelo. Mientras tanto, con la otra mano sujeta las dos mías. No quiere soltar el vínculo. Tarda en empezar a hablar.
Sus manos de piel fina y suave, de dedos huesudos, aprietan las mías como si yo fuera su infancia. Se aferra a mí como a un hilo que la vuelve a unir con sus padres, con sus hermanos, con su vida de niña.
“Eramos nueve hermanos. Yo soy la pequeña. Me enfadaba cuando me llamaban Pepa. A mí me gustaba más Pepita. Ahora en cambio me da igual. Pepa, Pepita… ¡Qué más da!” No puedo dejar de sonreír y de mirarla con autentica emoción. Estamos sentadas muy juntitas. Tenemos las manos entrelazadas sobre mi regazo. Me aprieta fuerte. Siento mis manos muy grandes en comparación con las suyas.
De corrido me cuenta que ella fue la única de las hermanas que se escolarizó. “Un día mi padre dijo: Tú vas a ir a aprender” dice con voz enérgica. “Iba al colegio andando y tardaba en llegar. No me importaba si hacía frío o si llovía”. Me aprieta las manos aún más fuerte “¡Es que yo quería aprender!”. Fue al colegio pocos años, los suficientes para saber leer, escribir, sumar, multiplicar “¡Y hasta dividir!” comenta orgullosa. La escucho muy atenta. Tan atenta que la veo de niña. La veo delgadita y estilizada, con calcetines y un vestido gris a cuadritos blancos. La veo con una melena ondulada, sujeta con un pasador. La veo corretear por fuera de mi casa. Jugar a hacer comiditas con hojas y piedras. Bajar el camino para ir al colegio. La veo siendo esa Pepita que no quería ser Pepa.
Llora al recordar a una hermana que murió siendo adolescente. Por cómo me lo cuenta, por cómo me aprieta las manos, veo que eso no lo ha superado. Le duele igual que el primer día “¡Murió siendo una niña!”. Me transmite tanto con sus manos que noto esa tristeza profunda y me contagia. “Era una niña pura. Como las santas.” Y mira hacia arriba, al cielo, con sus pequeños ojos saltones.
“Iba al colegio andando y tardaba en llegar. No me importaba si hacía frío o si llovía”. Me aprieta las manos aún más fuerte “¡Es que yo quería aprender!”
Después de un silencio, para sacarla de la tristeza, rompo la conversación como si empezáramos de nuevo. Le hablo a la niña que fue “Pepita ¿Y cual era tu habitación?” Sonríe y me explica con detalle la casa, mi casa. Me resulta muy curioso oír hablar con tanta precisión a alguien desconocido. “Ese es ahora el cuarto de mi hijo”, le digo sonriente y emocionada, “¿De verdad?” contesta feliz.
“¿Y el pozo?” Me pregunta de pronto. “Ahí está. Lo cuidamos mucho. Es el único agua que tenemos”. Preocupada comenta “Si es que ya no llueve…” y me aprieta las manos con resignación.
Cambia de tercio y sonríe. Empieza a hablarme de su vida de adulta, de lo mucho que le sirvió todo lo aprendido en la escuela. “Un día, andando por la calle, se me acercó un conocido y me dijo que buscaba, para su negocio, a un hombre que supiera llevar cuentas y que, por supuesto, supiera leer y escribir”. Se ríe y me mira a los ojos con complicidad “Le contesté que yo sabía hacer todo eso”. Vuelve a reír “¡Si hasta sé dividir!” Nos reímos las dos con ganas. Está orgullosa de haber desempeñado con mimo aquel trabajo durante muchos años.
Por la noche, acostada, con la casa en silencio, imaginé a esa familia de nueve hijos. Sentí el cobijo y el cariño que dan estas paredes.
Pepita ha sido una mujer fuerte, trabajadora. Tiene tanta vida en la que pararse a recordar que entiendo que se abstraiga en cuanto puede. Pienso que la vejez sirve para degustar el tesoro de la vida acumulada. Cuándo sino para hacerlo.
Por la noche, acostada, con la casa en silencio, imaginé a esa familia de nueve hijos. Sentí el cobijo y el cariño que dan estas paredes. También me imaginé a mí misma de mayor, explicándole a un extraño, cuánta vida tiene esta casa impregnada. Me vi como Pepita, sonriendo y llorando, preguntando por el pozo, por la higuera, por las mimosas, por los laureles…
Que buena eres, te leo y me emociono como sí estuviera ahí con vosotras .un besazo
Gracias Puri. Fue en momento tan único.
Hola Susana. No me cabe ninguna duda de que Pepita, con la sabiduría que dan los años y después de su conversación contigo, llegó a la conclusión de que su casa está en las mejores manos posibles.
¡Qué mezcla de sentimientos, profunda emoción, felicidad……¡.
Saludos.
Gracias Jose. Es precioso esto que me dices.
Historia llena de humanidad. Este artículo trataría de la diferencia entre vivir en una casa y habitar una casa. El espacio que definen esas paredes, piedra del lugar hecha cubículo y refugio, y las historias cotidianas que contienen, en sus centenares de veces «emblanquinades» transmiten algo parecido a lo que siento a veces al abrazar un árbol centenario. Raíces profundas. Gracias
Gracias a ti. Es muy cierto lo que dices.