@D.V: Hubo una época en que los canales de televisión -o, mejor dicho, el único canal de televisión- creaba la imagen que una sociedad o un país tenía de si mismo. Décadas en las que el televisión sustituía a la antigua chimenea como espacio de reunión de la familia y de transmisión de relatos, y frente a la pantalla luminosa los padres, los hijos y los abuelos recibían su ración diaria de mitos, doctrina y entretenimiento.
El proceso de construcción nacional que los Estados modernos iniciaron en el siglo XIX a través de la escuela pública y el servicio militar obligatorio finalizó a mediados del siglo XX con la Televisión Pública. Se lamentaba Pasolini que, por culpa de la RAI, la lengua italiana había perdido toda su riqueza y variedad dialectal y que todos los italianos habían terminado hablando igual, una lengua aséptica, sin personalidad, la lengua con la que se expresa el Poder.
Los años de la pantalla única eran los que registraban shares del 80%. Noches en las que todos los españoles veían el ‘Un, dos, tres’, la película, el debate o el programa de entretenimiento de turno. Momentos, gags, escenas y frases que, inmediatamente, se transmitían al conjunto de la sociedad convertido en un todo televidente.
Unanimidades han pasado a la historia desde el momento en el que ya no hay una única pantalla en el comedor, sino que cada miembro de la familia tiene su propia pantalla, que puede ser el televisor pero también su tablet o el smartphone. En consecuencia, cada uno se crea su propio menú audiovisual, su nicho propio de imágenes.
Sin embargo, muy de tanto, sucede algún acontecimiento que galvaniza a la audiencia y reúne a toda la sociedad ante un mismo canal, ante una misma pantalla. Momentos de comunión, de epifanía social, en los que todo un país, nuevamente, comparte una imagen. El pasado lunes vivimos uno de esos momentos cuando Falete, en el programa ‘Splash, famosos al agua’ de Antena 3, se lanzó al agua desde un trampolín de 5 metros de altura.
Durante unos instantes -los 14 segundos que duró el salto- los españoles se olvidaron de la crisis, de Bárcenas, de los sobres, de la humillación constante, del deporte de odiarse y insultarse, de la costumbre del desprecio mutuo y sólo tuvieron ojos para ver a un señor orondo, con más pluma que un desfile de sioux, dirigiéndose a un trampolín como Luís XVI a la guillotina y lanzándose en estilo bomba, sin el más mínimo esfuerzo por realizar un salto armónico.
Fue un momento ridículo, dantesco, ultrajante, pero fue nuestro momento.