Pudo ser un amor del montón,
pero todo el montón era mío.
Sr. Chinarro
@Ben Clark/ A los once años, más o menos, y tras una clase de matemáticas mal digerida, calculé las probabilidades que tenía de gustarle a la chica que me gustaba. Sacrifiqué medio recreo por la ciencia y, sobre todo, por la verdad. Anoté en un papel nuestros nombres y dibujé una flecha que arrancaba en el mío y apuntaba hacia el suyo y, junto a la flecha, escribí “sí” (probablemente sin tilde). Luego, debajo del nombre de ella escribí muy serio los nombres de los chicos de mi clase y fui dibujando flechas que arrancaban en su precioso nombre y que apuntaban a cada uno de los chicos. Con rigor científico dediqué unos segundos a analizar cada enlace y, tras descubrirme dudando en dos casos, escribí “no” junto a todas las flechas menos la que unía su nombre con el mío, algo que haría más tarde, cuando tuviera más datum. Fue así como empecé a vislumbrar una suerte de Ley Estadística del Amor a los Once Años que venía a dictar, no sin cierta rabia, que la probabilidad que tenías de gustarle a la chica que te gustaba era exactamente de una entre el número total de niños que ella conocía. Por suerte en aquella época no había redes sociales ni se me había ocurrido la posibilidad de que mi amada pudiera ser lesbiana o, dos veces peor, bisexual. Pero aun así los números eran muy deprimentes. Para asegurarme de que no me había equivocado en mi planteamiento apuré la hoja de la libreta al máximo y escribí los nombres de todos los chicos del curso superior y, por si acaso, todos los nombres de los chicos del curso inferior, tras lo cual me congratulé por mi buena memoria y casi olvidé la rabia que me provocaban todos esos nombres frente al mío, tan solo.
Pensé en la guerra, pensé en un terremoto universal y en una invasión extraterrestre. Si sólo quedáramos un puñado de niños de once años ella no tendría tantas opciones.
Durante las siguientes semanas invertí en I+D y me compré un bloc de dibujo y un paquete de rotuladores Carioca. Había que ponerse serios. Volví a escribir su nombre en un extremo de la gran lámina, seleccionando para ello un verde oscuro que me recordaba un poco a sus ojos y que me transmitía cierta paz, algo de lo que yo estaba desesperadamente necesitado. En el otro extremo, en naranja, escribí el mío y, fiel al experimento, utilicé, en contra de mi voluntad, el mismo color para redactar los ominosos nombres de mis enemigos, a los que había sumado el del chico alto que se había apuntado con ella a gimnasia rítmica, el del hijo de unos amigos de sus padres que pasaba más tiempo en su casa de lo razonable y, horror, el de mi hermano. Después dibujé las flechas, con el rotulador negro (como negro es, ay, infelice, el destino de los enamorados no correspondidos) y fui escribiendo, algo cansado, ya, de tanta ciencia, noes a tutiplén con la convicción desmedida de los iracundos. Pensé en la guerra, pensé en un terremoto universal y en una invasión extraterrestre. Si sólo quedáramos un puñado de niños de once años ella no tendría tantas opciones. Habría menos flechas. Me estaba convirtiendo, lo sabía, en un científico loco con ansias de destruir el mundo. Y me gustaba.
Al final se casó con un chico de nuestro pueblo que iba, sin embargo, a otro colegio. Lo hizo después de haber recorrido el mundo y de haber tenido novios (y alguna novia) de países que nunca he visitado. Puede que no fuera lo más probable, pero fue, sin duda, lo más normal, porque se querían y porque su nombre, lo he comprobado ahora, veinte años después, no estaba en mi lista, sino en la suya.