@D.V./ La Semana Santa en España ya no es lo que era, aunque la culpa no sea del relativismo moral que tanto critica la Conferencia Episcopal, sino que el principal responsable de la desnaturalización de la fiesta es Pablo de Olavide, ministro de Carlos III. Él fue quien en 1766 prohibió la presencia de flagelantes y displicentes durante las procesiones de Semana Santa. Hasta ese momento, era habitual que el Viernes Santo unos sujetos se dedicaran a autolesionarse, mutilarse, cortarse y descargarse zurriagazos hasta sangrar, para luego hacer pública ostentación de llagas y heridas abiertas en un mar de sangre. Olavide prohibió estas ceremonias por consideran que atentaban al decoro y el bueno gusto Ilustrado, y poco a poco, estas espectaculares ceremonias de mortificación desaparecieron de nuestro paisaje.
A día de hoy, no obstante, persiste en un par de pueblos de la Península la escenificación del dolor de Cristo en carne propia. Afortunadamente, estas bizarras costumbres se conservan intactas en América Latina y Filipinas, para alegría de los editores de los informativos de televisión, que ya saben que en Viernes Santo tienen que reservar un espacio para los crucificados filipinos.
Para los amantes de las emociones fuertes y de todos aquellos a quienes gusten las tradiciones y la cultura popular en crudo, y a quienes no les asuste la sangre, aquí tienen algunas propuestas para celebrar una sagrada jornada de Ultraviolencia.
Los picaos de San Vicente de la Sonsierra
En este pequeño pueblo de la Rioja persiste la tradición medieval de las disciplinantes, unos tipos que durante la procesión de Jueves Santo y el Viacrucis del Viernes pasean por el pueblo descalzos, encapuchados y azotándose inmisericordemente la espalda.
Tras un millar de azotes y cuando la espalda de los flagelantes ya está completamente amoratada, un acompañante “pica” la espalda del penitente para evitar que la sangre se acumule. En concreto, utiliza una bola de cera con cristales puntiagudos con los que realiza doce pinchazos simbolizando el número de los apóstoles, para permitir que la sangre brote por la espalda.
Los empalaos de Valverde de la Vera
Esta es una de las tradiciones más misteriosas, siniestras y hermosas de la Semana Santa española. En el pueblo cacereño de Valverde de la Vera la noche de Jueves Santo pertenece a los empalaos. A estos penitentes se les anuda fuertemente el torso y los brazos con una cuerda y se atan en cruz a un tronco, se le coloca una corona de espinas en la cabeza, se les cubre con una tela blanca y se remata el cuadro con dos espadas en cruz atadas a la espalda.
Una vez están preparados, los empalaos deambulan descalzos por las oscuras calles del pueblo arrodillándose ante cada una de las catorce cruces que se encuentran en el pueblo. Su imagen, como fantasmas anónimos crucificados, resulta absolutamente sobrecogedora y da mucho miedito, se sea creyente o no.
Los diablos de Texistepeque
En El Salvador, más en concreto en pueblos como Texistepeque y Chalchuapa, es tradición que el Lunes Santo las calles sean tomadas por los diablos o talcigüines: tipos encapuchados y vestidos de rojo que se dedican a azotar con látigos a los transeúntes que se cruzan en su camino. Se dice que, por cada azote que se recibe, un pecado menos, por lo que son muchos los que se dejan azotar para así no quemar en las llamas del infierno. Hay que decir que los talcigüines reparten estopa de verdad, empleándose con saña indiscriminadamente.
Esta oleada de ultraviolencia es recibida con algarabía y jolgorio por lo parroquianos, que acostumbran a estar borrachos como una cuba y que se mueren de la risa hasta que reciben el impacto de un latigazo bien dado. Posteriormente, los endemoniados se inclinan ante la presencia de Jesús. Final feliz.
Los flagelantes de Taxco
La Semana Santa en Taxco, una bellísima ciudad del estado de Guerrero, en México, tiene una ultraviolencia muy asombrosa. Durante el Jueves y el Viernes Santo, quinientos encapuchados recorren descalzos dos kilómetros por el centro histórico de la ciudad cargando a sus espaldas unos rollos de espinas zarzamoras de entre 60 y 80 kilogramos de peso. Les acompañan unos flagelantes que se azotan las espaldas con látigos rematados con clavos de medio centímetro para rememorar la crucifixión. Al término de la procesión, los flagelantes tienen dos enormes llagas sangrantes en las espaldas en una estampa más propia de The Walking Dead.
Los tagalos y esa particular manera de vivir la Pasión del Señor
Seguro que los habéis visto. Una riada de tipos que se fustigan la espalda hasta acabar cubiertos de sangre. Unos señores vestidos de romanos que azotan con palos de bambú con afilados trozos de metal a una fila de penitentes hasta dejarles la espalda en carne viva, con toda la sangre salpicando a espectadores y dejando regueros a su paso. Penitentes descalzos, con la corona de espinas y cargando una cruz sufriendo azotes, torturas y sevicias en la vía pública. Ni un gemido, ni un lamento. Sólo se escucha el chak seco de la fusta impactando sobre la carne abierta.
Expresiones como baño de sangre y vía dolorosa encajan como un guante en las brutales y ultraviolentas procesiones que se celebran en la provincia filipina de Pampanga, a unos 100 kilómetros al norte de Manila. Unos rituales que finalizan con una crucifixión real, con los clavos perforando, horadando la carne, atravesando músculos y fibras, recreando con salvaje realismo la pasión del Señor.
Hay que advertir que estos salvajes rituales se han convertido en un gran reclamo turístico y que, cada año, son miles los amantes de la sangre y de los extremo que acuden a estos pueblos del norte de Filipinas. Una fuente de divisas que ha hecho que los ayuntamientos incentiven a la población local a que se crucifique. De hecho, la mayoría de los penitentes y de los crucificados cobran una pasta por sufrir esa tortura, y algunos se dedican profesionalmente a esto. ¡Y luego habrá gente que se queje de los ingleses y del “turismo de borrachera”!
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