@Ben Clark/ Lo que más diferenciaba a las chicas y a los chicos de su generación de los jóvenes adultos que ya trastabillaban por las estrechas aceras del capitalismo salvaje era que ellos, la Generación Z, los hijos de internet, estaban armados con cien metáforas para el amor. En realidad no eran metáforas sino símiles o comparaciones del amor. Pero la palabra metáfora tenía algo poético y metafórico y vestía un poco más a la mona de seda, así que preferían la palabra metáfora. Las redes sociales habían completado su educación sentimental y ahora controlaban todas las cosas que eran como el amor (o, mejor dicho, todas las cosas a las que se parecía el amor) y estaban listos para estrenar el corazón, de una vez, porque algunos ya se sentían “muy viejos”. Gracias a los textos breves sin contexto sabían que el amor era como el fuego, que se apaga si no se alimenta (sabían, también, que donde hubo fuego, cenizas quedan) y sabían, además, que el amor era como una flor que hay que regar, que el amor era como el mar en su profundidad y que el amor era como el wifi: está en el aire pero pocos tienen la clave. Se puso de moda la poesía. Algunos poetas se hincharon a dar recitales mientras otros simplemente se hincharon. Con las cuentas más que saneadas, los editores de poesía descubrieron que ya no tenían tema de conversación y la mayoría, guiados por el rumor de la guerra, compró propiedades en la Costa Dálmata sólo para comprobar, horrorizados, que su valor no hacía más que subir. Todos los periodistas culturales que contaban con poder escribir alguna vez que eran malos tiempos para la lírica se suicidaron, y los que ya lo habían escrito formaron una sociedad secreta que se reunía todos los martes, salvo festivos, en una cafetería próxima al Café Gijón (y más económica) con el objetivo de conspirar para reestablecer la hegemonía de las editoriales de poesía de siempre, es de decir, las que nunca habían vendido y que no conocía casi nadie.
La primera víctima de la poesía fue, claro, el amor. Porque nada odia el amor tanto como la poesía.
Los incautos apantallados de la Generación Z, mientras tanto, ignoraban que estaban surcando la cresa de la ola de la mayor revolución poética desde que Catulo (No @K2lo_87, sino el otro) tuiteara “Vivamus, mea Lesbia, atque amemus”. No sabían que la poesía estaba acabando con el amor, ignoraban que cada vez que inoculaban la red con otro verso manido sobre abrazos y soledad estaban, literalmente, sajando vivos los ojos del amor. Pero no tenían la culpa. La culpa era de otro, como antes de sus besos, y no era de la tierra ni de ese olor que salía de los pechos operados de las Kardashian, la culpa era, sí, de la propia poesía. La poesía llevaba años dándole la espalda a la gente, pero podía haberse esforzado un poco más. La poesía se había recluido en su torre de marfil, había subido al Olimpo, pero está claro que alguna puerta había quedado sin cerrar. La poesía había regresado a la calle, al pueblo, a los jóvenes y eso, lo sabían también los editores en sus palacios de Croacia, no era algo bueno. La poesía, como toda plaga, necesitaba alimentarse, y empezó con el amor. Luego vendrían la libertad, la esperanza y, finalmente, hasta la propia muerte moriría a manos de la insaciable poesía. Una pena, comentaban los editores, pero oye, ¡si es lo que quiere la gente! “El mundo se había vuelto una jodida mierda. / De días grises. / De lluvia que no paraba. / De ganas de mandarlo todo a la mierda/. Entonces aparecías y sonreías. / Se detenía todo. Incluso dejaba / de llover en tus pestañas. / Y te juro que me daba igual / que fuera una mierda, si tú me abrazabas.” (No, no era Catulo, sino Defreds).