@Ben Clark/ Llevo años perfeccionando mi obsesión por lo perfecto. No me refiero a lo hermoso ni a lo bello, hijos bastardos de la opinión (y nada hay más mediocre que una opinión). Estoy hablando las cosas perfectas y, sobre todo, del modo en que las cosas perfectas transforman nuestro mundo imperfecto. Todo empezó, claro, con Nadia Comăneci, con el marcador electrónico que debía anunciar la puntuación que había logrado Nadia Comăneci. Tras un ejercicio espectacular en las barras asimétricas, el público de Montreal no podía creerse la puntuación del marcador. No era un ocho y medio ni un nueve, ni siquiera era un nueve y medio. Era un uno. Los propios jueces que habían votado tardaron unos segundos en darse cuenta de lo que había ocurrido. No estaba previsto que el marcador tuviera que superar nunca la puntación más alta, que era 9.95. Así, un ejercicio perfecto, un ejercicio de 10, obligó al mundo en general, y a los fabricantes de marcadores electrónicos en particular, a replantearse sus expectativas. ¿Con qué ojos podríamos admirar ahora un ejercicio de nueve y medio? La perfección se había hecho carne y movimiento y ya nada volvería a ser lo mismo.
Pero para exigir la perfección es necesario renunciar a la empatía. Algo que hace muy complicado perseguir el amor perfecto, el amor que pulverice nuestro sistema de puntuar y revele, con fría exquisitez, hasta qué punto estábamos haciendo el panoli antes de ser testigos de su existencia.
Pero nunca hay que olvidar que existe, que es posible, que la excelencia ha sido rozada en casi todas las disciplinas.
Lo único bueno que tiene el amor perfecto, aparte de ser eso, perfecto, es que uno no debe tener miedo de no haberlo reconocido. Eso no. Vivirás cien años y en tu lecho de muerte te preguntarás muchas cosas, pero en ningún caso te preguntarás si llegaste a conocer el amor perfecto. Sabrás si ocurrió o no y, no quiero fastidiarte allí, en la cama con cien años y un pie ya en el otro barrio, pero lo más probable es que no. Los marcadores electrónicos llevan años con ceros de sobra, pero sólo un puñado de ángeles han accedido a darles uso. Pero nunca hay que olvidar que existe, que es posible, que la excelencia ha sido rozada en casi todas las disciplinas y que el amor debe, forzosamente, haber infiltrado media docena o una docena de comanechis por el mundo. Y muchos serían.
Con esto en mente llevo años perfeccionando mi obsesión por lo perfecto. Y mi mirada busca el ejercicio perfecto en cada gesto. Cuando preparas café y te tumbas sobre el sofá para ver la tele un rato antes de ir a trabajar, te observo y me digo a mí mismo cada día: un ejercicio perfecto, magistral. Porque, si algo demostró el marcador electrónico de Montreal el 18 de julio de 1976, es que la perfección debe estar primero en lo que esperamos del mundo, y yo lo espero todo del amor.