Cuando todavía nos encontramos asimilando la tremenda sacudida que generó la huelga feminista de ayer, es buen momento para detenernos a valorar cuáles podrían ser las consecuencias inmediatas, a medio y largo plazo de esta revolución pendiente. Lejos de creer que la única salida para todo esto sea la vía lampedusiana -que todo cambie para que todo siga igual-, mi postura es, todavía y a pesar de la magnitud de lo de ayer, escéptica.
Para empezar, el hecho de que cinco millones de personas se identifiquen con la lucha feminista es, a todas luces, un grandísimo éxito y una promesa con visos de avance para una sociedad más justa, más igualitaria y, por ende, democrática. No obstante, y tal y como defendí en la columna de la semana pasada, toda esta reivindicación debe orientarse por cauces políticos para dotarla de efectividad. No hay nada más empoderador para las mujeres que aprobar leyes que nos den el poder real. Todo lo demás son espejismos.
La situación apunta a tres conclusiones. La primera es que la huelga de ayer no va a tener repercusión política a corto plazo, dado que el partido que gobierna es el Partido Popular y éste ya ha manifestado por activa y por pasiva que ahora no “es momento de meterse en eso” y menos si a la Ministra de Igualdad no le gusta que la etiqueten de feminista. La segunda deducción es que la marea violeta de ayer es un cajón importante de votantes, lo que obligará a que todos los partidos políticos que concurran a las próximas elecciones (locales, autonómicas y generales) incluyan en sus programas electorales medidas que apunten a acabar con la situación desigual de las mujeres, siempre dentro de los límites ideológicos de cada formación. La tercera y última suposición que podemos extraer, en línea con la anterior, es que cinco millones son muchos millones de compradores y las empresas ya se han dado cuenta del nicho de mercado que hay aquí.
El sistema capitalista le debe gran parte de su éxito a que nos ha enseñado que no hay nada que no se pueda comprar, incluidas las ideologías. La cuarta ola feminista, que acabamos de inaugurar, se caracteriza por un feminismo de consumo, pues las grandes empresas textiles como Inditex no han tardado en sacar a la venta todo tipo de productos de merchandising con consignas feministas que están siendo auténticos éxitos de venta, mientras -en paralelo- continúa explotando laboralmente a mujeres y menores en países pobres.
El escepticismo sobre las repercusiones de esta huelga tiene también su razón de ser en los discursos oportunistas del poder. Durante el día de ayer, Ana Patricia Botín, presidenta del Banco Santander, tuiteó para protestar por la desigualdad entre hombres y mujeres; y los políticos Mariano Rajoy y Albert Rivera subieron sendas fotografías a sus cuentas de Twitter en las que aparecían con el lazo violeta en la solapa del traje en señal de celebración del Día Internacional de la Mujer.
Si tenemos en cuenta los datos que arrojan las más actuales encuestas de intención de voto, que revelan que Ciudadanos sería el partido más votado por el sector de 30-44 años y que el Partido Popular sería el preferido de los de más de 44 años, podemos concluir que el feminismo todavía va a tardar mucho en materializarse en la política.
El discurso feminista no debe desligarse del componente anticapitalista, pues ambos tienen en su horizonte el fin de las desigualdades por razón de género, clase y raza. Sin la izquierda, el feminismo no va a ser efectivo nunca, lo cual nos perfila un futuro todavía más negro si atendemos que nos encontramos ante una izquierda española descabezada, desdibujada y posmoderna. Los verdaderos triunfos de la huelga feminista de ayer serán que la euforia y los deseos de cambio nos duren hasta cuando llegue la hora de votar y que no nos convirtamos en compradores-consumidores del pseudo-feminismo liberal y mediático de esta cuarta ola.