@Noudiari / Es un paraje rural del interior de Catalunya alrededor de 1930. Por allí caminan dos miembros de la Guardia Civil, que han salido del cuartel que la Benemérita tiene en Solsona. Están haciendo un reconocimiento rutinario por la comarca. Dudan a la hora de elegir el camino correcto y el oficial, un teniente que no habla catalán, decide preguntar a un pastor al que se encuentran cuidando de su rebaño para que les oriente. El subalterno, un guardia que tiene el catalán como lengua materna, ve como el pastor, que solamente habla catalán y apenas entiende el castellano, recibe una bofetada por no haber comprendido las preguntas del teniente castellanoparlante, que vuelve a insistir y pide de nuevo la información del camino que quieren tomar. El pastor sigue sin saber qué responderle. Después del segundo tortazo, y al ver que los monolingües no van a entenderse de ninguna de las maneras, el guardia le dice a su oficial:
–Este señor no entiende lo que usted le está diciendo. Si quiere, mi teniente, le diré, en su lengua, lo que usted le está preguntando. Luego le traduciré la respuesta, mi teniente. Pero si vuelve a pegarle, mi teniente, sacaré la pistola y le pegaré a usted dos tiros.
Cuando vuelven hacia Solsona, el guardia debe pensar: “Si no lo acojono, me joderá bien y no quiero pasarme media vida en una cárcel”. Antes de llegar al cuartel le dice de nuevo al teniente: “Tenga en cuenta que, como tenga cojones de denunciarme, antes de llegar al cuartel le pego dos tiros, mi teniente”. Llegarán al cuartel y aquel oficial no explicará lo que había sucedido monte arriba durante la patrulla con ese guardia de origen ibicenco que no se arrugaba ante las injusticias.
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En la terraza del restaurante Ca n’Alfredo un viernes de octubre casi nueve décadas después de aquella conversación entre dos guardias civiles que paseaban sus tricornios por el Solsona. El propietario actual del restaurante, Joan Riera Ripoll, es el hijo de Josep Riera Serra, el subalterno que le plantó cara a su superior. Sentado en una de las mesas que ocupan unos metros cuadrados del paseo de s’Alamera, Joan reflexiona sobre un episodio que escuchó por boca de su padre más de una vez:
– Tuvo valor porque sabía que se la jugaba. Conociendo a mi padre no creo que le hubiera disparado. Pero sí le acojonó lo suficiente para hacerle creer a su teniente que era capaz. Mi padre se sentía catalán. Quería mucho su lengua y recordaba habitualmente los años que pasó destinado en Catalunya. Cuando mi mujer y yo fuimos con nuestros hijos a pasar una Navidad a Puigcerdà, él, que había estado también destinado en Camprodon, se pasaba horas hablando con Alfred, mi hijo, de los pueblecitos del Pirineo que habíamos visitado porque conocía muy bien la zona. Es normal que le doliera en el alma que su superior se comportara así con un pobre pastor de Solsona que apenas hablaba castellano y que encima se debió asustar muchísima al ver aparecer dos guardia civiles con sus capas y sus tricornios.
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La anécdota está recogida en Restaurant Ca n’Alfredo (1934-2018). Història, records i cuina, un libro editado por Mediterrània Eivissa que resume la historia del restaurante y de las miles de personas que han pasado por allí sirviendo o devorando manjares de la gastronomía ibicenca. Joan Riera se la ha relatado al historiador Felip Cirer, autor de los textos que abarcan, con precisión y contexto, los 84 años de vida del restaurante. La familia Riera ha gestionado el negocio casi desde los inicios.
Pep Tanqueta, el malnom por el que todos conocían al padre de Joan Riera en aquella Eivissa posbélica, lo compró a medias con Vicent Prats Cardona, un cocinero de Sant Rafel que ya se ocupaba de los fogones con el anterior dueño, un ibicenco al que apodaban Murtera. El 22 de diciembre de 1941 pagaron 6.250 pesetas por el traspaso. Pep Tanqueta volvió a coger la bandeja –había regentado un bar en la Marina siendo muy joven– porque la victoria del bando fascista en la Guerra Civil le había expulsado de la Benemérita. Para siempre. Con 43 años, mujer, dos hijas (Maria y Adela), y un tercero en camino (el propio Joan Riera), Pep Tanqueta necesitaba un oficio para que la familia no muriera de hambre durante la posguerra.
Él había jurado lealtad a la República, así que tuvo muy claro qué tenía que hacer cuando conocieron la noticia del golpe de Estado»
“Él había jurado lealtad a la República, así que tuvo muy claro qué tenía que hacer cuando conocieron la noticia del golpe de Estado. En 1936 llevaba unos años destinado en el cuartelillo de Sant Joan, aquí en la isla. Allí vivía con mi madre y allí nacieron mis hermanas mayores. Un mes después de la sublevación, se escapó con su capitán a Mallorca y lo que le ordenaba su capitán él hacía. Se fue luego a Valencia y pasó el resto de la guerra en Madrid. Allí no sé ni qué hacía, pero estoy seguro de que no se metió en líos. No debió pegar un tiro”, dice Joan Riera, que ahora tiene 76 años, una inconfundible voz grave y una mata de pelo blanco que se atusa presumido.
Después del parte del Primero de Abril del 39 con el que Francisco Franco Bahamonde, “habiendo alcanzado sus últimos objetivos militares”, dio por cumplido su objetivo de acabar con la República, Josep Riera Serra intentó reincorporarse a su puesto en la Benemérita. Acabó sentado en el banquillo de los acusados por “auxilio a la rebelión”. Estuvo encarcelado en la prisión militar de Illetes, Mallorca. No haber participado en acciones sangrientas ni haber estado afiliado a un sindicato o a un partido, más las amistades que pudieron mediar a su favor desde Eivissa, consiguieron que quedara en dos años la condena inicial de treinta que le impusieron.
Pero no olvidó nunca que, coincidiendo con su encarcelamiento, otros no tuvieron tanta suerte. Que muchas madrugadas se despertaban con el ruido de los fusilamientos que asesinaban a los presos que cargaban con un historial más turbio a ojos del nuevo régimen fascista. Que él, ante todo, “fue un tipo bastante liberal”, como lo define su hijo, y que pese a ni guardar ni exhibir rencor hacia los ibicencos que se sentían partícipes de la victoria en lo que el bando ganador llamó Cruzada Nacional, nunca le gustó la dictadura del general Franco.
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Fue al salir de prisión cuando Pep Tanqueta compró Ca n’Alfredo y prosperó trabajando duro con su mujer y sus hijos. Aquel lugar, el número 16 del paseo de s’Alamera, parecía destinado a recoger a los náufragos que la turbulenta Europa de los treinta y los cuarenta se tragaba sin piedad. En 1934, unos alemanes llamados Verner y Gertrudis montaron un restaurante homónimo en la Plaça des Parc. Eran años de incipiente turismo en Eivissa y de llegada de europeos que se establecían en la isla, muchos de ellos, alemanes; la mayoría, fugitivos del terror que comenzaba a imperar en Alemania por las leyes que estaba implantando el nuevo canciller del país: Adolf Hitler.
Una familia de judíos que se había exiliado a Eivissa compró el Verner y Gertrudis a finales de 1935. Los Hanauer eran seis hermanas y dos hermanos. Siete de ellos se marcharon de Lingen, la ciudad del oeste alemán en la que vivían, y empezaron una nueva vida en la isla. El mayor se llamaba Alfred y, en su honor, los nuevos propietarios rebautizaron el negocio como Restaurante Alfredo (“sucesor de Verner y Gertrudis”, estaba escrito en su rótulo). En 1938 mudaron el restaurante al paseo que en aquellos tiempos era la puerta de entrada a la ciudad. En 1939 se convirtieron al catolicismo para que el agua bendita obrara el milagro de evitar la deportación a los campos de exterminio nazis.
En 1940 tuvieron que vender, presionados por su delicada situación, su restaurante por un precio ridículo y marcharse a Sant Antoni, donde abrieron un hotel, siempre con el temor de ser deportados pendiendo sobre sus cabezas. Citando las investigaciones y publicaciones de José Miguel Romero y María José Vidal, Cirer rememora con detalle en el libro la prehistoria de Ca n’Alfredo, los años anteriores a la llegada de los Riera Ripoll que, en 1954, tras la muerte de su socio, se hicieron totalmente con la propiedad del negocio. Joan Riera, que tenía entonces doce años, recuerda aquella época perfectamente:
–Los abonados eran una parte importante del negocio. Aseguraban el día a día. Nunca veías el restaurante vacío. Queda muy feo ir a comer a un restaurante y encontrártelo vacío.
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¿Quiénes eran los abonados? Los que llegaban a la isla solteros y no tenían una mujer, una madre o una hermana que les cocinara. Los militares no tenían residencia militar. Prácticamente todos desayunaban, comían y cenaban en Ca n’Alfredo. “Mi padre tuvo mucha suerte porque los militares le daban el pan que recibían. [Como oficiales del ejército] les pertenecían tres chuscos cada día, que entregaban en el restaurante para que se los sirvieran en cada comida. El pan estaba racionado, pero a nuestro negocio no le faltó nunca”, dice Joan Riera. Además de los militares, se sentaban en las mesas empleados de banca, profesores, funcionarios de Correos, jueces y médicos venidos de la península. Estos forasteros que mantuvieron la economía de Ca n’Alfredo en sus primeros años no vivían en pisos. Alquilaban una habitación. Con el tiempo, Pep Tanqueta y Antònia Ripoll empezaron a gestionar varias piezas en s’Alamera y los alrededores del paseo que alquilaban a unos clientes que se convertían en huéspedes a pensión completa. Muchos acabaron casándose con ibicencas y quedándose el resto de su vida en la isla.
El mérito del éxito fue de las mujeres. Porque si los hombres han puesto la cara de Ca n’Alfredo, las mujeres han sido el motor»
El pasaje de los barcos que hacían escala en el puerto de Eivissa y la popularidad que fue ganando entre la población local convirtieron poco a poco la humilde fonda en un restaurante de referencia para celebrar el convite de una boda, un bautizo o una comunión, que entonces, en los casos más humildes, se hacían a base de chocolate y ensaimadas. El mérito del éxito fue de las mujeres. Porque si los hombres han puesto la cara de Ca n’Alfredo, las mujeres han sido el motor de un restaurante que supo llevar a la ciudad los artes secretos que se empleaban en las cocinas de las casas del campo ibicenco.
Cirer destaca varios nombres propios en el libro. Antònia Ripoll Cardona, la esposa de Pep Tanqueta, que había aprendido a cocinar en la casa de Sant Jordi en la que nació y le llevaba recetas ibicencas al marido durante su cautiverio mallorquín. “Como muchas otras familias vileras, mi madre criaba todos los años un cerdo en una cueva de la necrópolis de Puig des Molins y lo alimentaba con la comida que sobraba en el restaurante. Era una trabajadora incansable, pero no perdonaba la misa de las siete de la mañana todos los domingos”, recuerda Joan Riera, que en el prefacio del libro asegura que su progenitora les inculcó “la fe y la misericordia” a él y a sus hermanas Maria, Adela y Lina, otros tres “puntales” de Ca n’Alfredo, especialmente la mayor, “que fue soltera toda la vida” y renunció a su oficio de costurera para meterse entre fogones hasta su jubilación.
O Catalina Riera Marí, de Can Maiol, Santa Eulària, que se casó con el hijo de Pep Tanqueta, y después de ayudar intensamente en el negocio, volcó los conocimientos gastronómicos que había ido acumulando desde la infancia (“Mi mujer ha cocinado muy bien desde que era una niña”, dice Joan Riera) en un restaurante al que también han sumado sus hijos Núria y Alfred. Entonces, a mediados de los noventa, de tanto en cuando aparecía por allí Antònia Torres Serra a echar una mano. Sobre todo si llegaban las fiestas y había que preparar centenares de litros de salsa de Nadal, serio asunto en el que estaba doctorada con honores. Esta señora de Santa Gertrudis que llegó a ser centenaria había sido la cocinera de Ca n’Alfredo durante los primeros diez años que Joan Riera regentó el restaurante (1972-1982) y fue responsable de la fama que se ganó esta casa de comidas mientras España vivía su Transición democrática y Eivissa su boom turístico.
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La cúpula insular de la Unión Centro Democrático cenaba habitualmente en Ca n’Alfredo a finales de los setenta, como recuerda Joan Marí Tur, Botja, en la sección que el libro ha reservado para que varios clientes compartan sus recuerdos del restaurante. Fue la coalición que dirigió Adolfo Suárez, el único partido que casi consigue casar políticamente a Joan Riera. “La UCD me ilusionaba mucho, es cierto. Yo me considero un demócrata de centro. Desde que desapareció me he cuidado mucho de salvar las distancias. Me gusta la política. Mucho. Pero tengo clientes de pensamientos muy diferentes y a todos les hemos atendido y tratado por igual cuando han venido a comer. Yo nunca he ido a un mitin. Ni de unos ni de los otros. Si a lo mejor venía Borrell, que era un tío que destacaba, a lo mejor me hubiera hecho ilusión ir a escucharlo, pero para que no me vieran con Borrell tampoco fui a un mitin de los otros porque nunca he querido que me etiqueten. Tengo buen rollo y amistad con políticos de todas las tendencias”. El libro de Ca n’Alfredo es la prueba. Allí escriben, entre otros, políticos y ex políticos tan dispares como Rafa Ruiz, socialista y alcalde de Vila; Josep Lluís Carod-Rovira, ex secretario general de Esquerra Republicana de Catalunya, o Abel Matutes, ex senador, comisario europeo y ministro de Exteriores con el Partido Popular. Todos alcanzan un consenso insólito gracias al paladar.
Guisats, bullits, arroces ciegos, negros y adornados con el sabor de unas langostas. Gerrets escabechados, borrides de rajada, calamares a la ibicenca. Cocas de verduras, sofrits y cuinats. Los laboriosos ossos amb col o unos simples huevos con sobrasada y butifarra. Farinetes, greixonera, una porción de flaó o un cuenco lleno de macarrons de Sant Joan para endulzar el paladar y coronar el festín. Las recetas que ya guisaba Antònia Torres hace cuarenta años permanecen en la carta de Ca n’Alfredo y en el libro las explica la prosa de Cirer y las ilustra las fotografías de Aisha Bonet. Platos que han encandilado a personalidades como Rafael Alberti, Antonio Ferrandis, Johan Cruyff o Concha García Campoy (gran difusora de las bondades de Ca n’Alfredo en los círculos periodísticos de Madrid) por citar solamente a cuatro personajes que aparecen fotografiados en el libro y que han desaparecido de esta vida.
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La relación invariable de recetas contrasta con los cambios de una ciudad que se parece muy poco a la que describe Joan Riera en el último capítulo del libro, donde pone en orden sus recuerdos personales. Como si tuviera el censo de la Eivissa de 1955 en la cabeza, las primeras páginas de esos recuerdos son una enumeración exhaustiva de nombres, apellidos, apodos y oficios. La enumeración que hace de los bares, tiendas de alimentación, bicicletas o electrodomésticos, peluquerías, laboratorios de fotografía, consultas médicas, dependencias municipales o militares, bancos, oficinas de Correos, hoteles, salas de fiesta, hornos o pastelerías dibuja el microcosmos que formaban sa Capelleta, el barrio natal de Joan Riera, y el paseo de s’Alamera.
Creo que en pocos años, s’Alamera se convertirá en el centro comercial de la ciudad»
“Hice la lista de memoria. Le fui recitando [a Cirer] quién vivía en cada portal y qué negocios había. Yo soy un hijo de aquí. Me acuerdo perfectamente de todos los que estaban por aquí en los años cincuenta”, dice Joan Riera. De aquella Vila queda poco o nada, pero él es un firme defensor de la reforma que llevó a cabo el actual equipo de Gobierno de Vila hace dos inviernos: “Yo creo que en pocos años, s’Alamera se convertirá en el centro comercial de la ciudad. Mucha gente no se lo cree, pero al haber mejorado este paseo con el tiempo mejorarán también la Marina, Dalt Vila y el puerto. Cuando esto coja un poco de fuerza –que aquí haya más bares, no de faralaes, sino normales, pero con clase; negocios llevados por gente muy profesional– el centro de Vila va a pegar un subidón”. El propietario de Ca n’Alfredo cree que el boom de los alquileres ha reventado en la almendra central de la ciudad: “Después de la emoción inicial, cuando se ofrecían cantidades totalmente disparatadas, se ha demostrado que no hay ningún restaurante que pueda sobrevivir pagando 10 ó 12 mil euros mensuales de alquiler. Los locales, obviamente, no serán baratos pero los precios se pondrán a tono”.
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Él confía en ver todos esos cambios, en sumar un episodio más a un viaje inesperado:
–Cuando cogí el restaurante nunca pensé que iba a seguir aquí con 76 años cumplidos. Básicamente porque tuve que coger el restaurante, como quien dice, condicionado por el hecho de que mi padre lo había montado en su momento para no pasar hambre y alimentar a la familia. Eso está más claro que el agua. ¡Y porque no me aprobaron la reválida! ¡Ni a la tercera me aprobaron! [ríe] En el libro cuento ese episodio y doy mi versión: que de 28, aprueben a 27 y me suspendan a mí… Seguramente yo no lo hice perfecto, pero de los 27 restantes estoy seguro de que todos no hicieron el examen bien. Por eso explico y creo que no aprobarme la reválida tuvo que ver con ser el hijo de un republicano que había estado en la cárcel.
Pero dejar de estudiar no fue el golpe de gracia que convirtió irremediablemente a Joan Riera en Juanito de Ca n’Alfredo. “El señor Borrell”, delegado insular de La Caixa d’Estalvis i Pensions, era un asiduo al restaurante y, viendo que al hijo de Pep Tanqueta, no le acababa de matar el oficio de camarero le ofreció entrar a trabajar en su entidad bancaria. Riera no se olvida de cuando fue a comentarle a su padre que quería cambiar la bandeja, la vajilla, la cubertería y los manteles por un escritorio de oficinista.
El libro se presenta este lunes a las ocho de la tarde en Can Ventosa
“Me miró como miraba él, muy serio, y me dijo: Què vols ser, un chupatintas tota la teua vida? No contesté. Ni dije palabra. Entendí de golpe todo lo que tenía que entender. Después me han ofrecido varias veces irme de mâitre a hoteles de los Alpes franceses, pero nunca he querido irme. ¿Dónde hubiera estado mejor que en mi casa?”. Ahí sigue, media vida después. Al pie del cañón. Con su negocio reformado por tercera vez (ya hubo obras en 1966 y 1996) funcionando a pleno rendimiento. Y con un libro que repasa la vida de su familia debajo del brazo. Lo presenta este lunes a las ocho de la tarde en Can Ventosa. Lleva días parando a la gente que pasa por delante de su terraza para recordarles el evento. Después, invitará a clientes y amigos a brindar frente a la puerta del restaurante por las historias, recuerdos y cocina que allí dentro se han cocido desde 1934.