Juan Antonio Torres / Llegan los días en los que el recuerdo a nuestros muertos forma parte de una antiquísima tradición animista, en la que creemos que los que nos antecedieron nunca desaparecen de nuestras vidas, pues su alma es inmortal y siguen viviendo con nosotros. Por esa creencia existe el culto a los muertos en todas las culturas, desde tiempo inmemorial, y nuestros recuerdos más vivos de ellos permanecen con nosotros. Sin embargo, el modo de vida actual, cada vez más lejano a la muerte y a cualquier asunto que esté relacionado con la creencia de seguir ‘viviendo’ después de dejar el cuerpo material, va dejando en desuso, poco a poco, el cuidado de las sepulturas de nuestros allegados. Ya casi solo se ven personas en edad adulta y muy mayores asistir a los cementerios en los días de Todos los Santos y de los Fieles Difuntos para continuar con esta viejísima costumbre, que se pierde en la noche de los tiempos, de visitar los lugares de enterramiento de los restos humanos de nuestros antepasados. Pero no siempre fue así.
En mi lejana adolescencia solía asistir con mi madre al cementerio de Es Vivé para ayudarla a adecentar las sepulturas de nuestros allegados. Tuve que bajar escaleras a criptas y subir escaleras a nichos altos para ayudarla a adecentar y adornar los lugares donde reposaban los restos de nuestros familiares más cercanos. De esa forma me fui ‘familiarizando’ con el lugar, que servían también para recordar anécdotas o episodios dichosos o desdichados de los que ya se fueron para siempre. Su recuerdo los mantenía vivos en nuestras mentes, pero también había la creencia muy arraigada que sus almas venían a nuestras casas a visitarnos durante la noche de Todos los Santos al día de Difuntos.
La costumbre de comer frutos secos durante esos días, gracias a los regalos que nos hacían nuestros familiares que íbamos a visitar de casa en casa con una bolsa y un cascanueces, ya aparece en una nota del semanario La Isla, de octubre de 1884, cuando describe esta antigua costumbre: “Según añeja costumbre de este país (antes se llamaba ‘país’ a cada una de las ciudades o lugares locales), los muchachos piden para las ánimas por la noche con la consabida música de almireces y campanillas”. Así mismo, la obra de teatro ‘Don Juan Tenorio’ de José Zorrilla, drama en verso que se solía representar alrededor de las fiestas de Todos los Santos y los Difuntos por su escena en un cementerio donde aparece el espíritu de uno de los personajes muertos, fue motivo de comentario en el mismo semanario La Isla, pues el día 10 de noviembre de 1895 fue representada esta obra por primera vez en Ibiza en el teatrito de la Academia del Pueblo (esta sociedad desapareció con la ampliación de los muelles del puerto de la ciudad, conservándose una tercera parte de su estructura en lo que aún es el Restaurante Formentera), a cargo de la compañía de teatro forastera de Francisco Oya y José Sancho.
Recoger frutos secos en casa de los familiares para comerlos estos días formaba parte de un ritual, que los adolescentes mantuvimos durante años. Cuando llegábamos a la puerta de la casa de nuestros familiares más allegados, después de llamar, recitábamos en ibicenco las siguientes frases: ‘Què hi ha res per ses ànimes?’, a lo que el familiar, casi siempre mujeres que eran las que solían estar en la casa, aprovisionado de alguna pequeña cantidad de piñones, cacahuetes, castañas crudas y nueces esperando la visita, nos contestaba también en nuestra lengua materna: ‘Ni menos pes cossos’, a lo que replicábamos nosotros, entre enfadados y jocosos: ‘Mal te caigui es cul a troços’, siendo replicados por el familiar como final de ritual: ‘I tu t’el menguis a mossos’. Tras este toma y daca verbal, entre risas y besos nos daban los esperados frutos secos para ir llenando la bolsa que nos había hecho nuestra madre, frutos que nos servirían para que nos pasáramos la tarde masticando.
Llegado el día de Todos los Santos, solía ser costumbre que la madrina o el padrino de bautismo nos regalara un collar de dulces que se fabricaban en las tradicionales pastelerías de Ibiza. Con este collar al cuello teníamos que ostentar el regalo durante el paseo de aquel día para que todos nuestros amigos nos vieran bien alegres y contestos y más tiesos que un uno con el collar colgado, que solía estar rematado con una pieza de fruta confitada. En casa nos esperaba este día otro suculento dulce, los ‘panellets’ con piñones, almendras o de sabores, que cada año provocaba el comentario de la madre de lo caro que se habían puesto o de si tenían más boniato o patata en la masa de lo normal. Algunos frutos del tiempo acababan redondeando el menú de estos días: membrillos, granadas o caquis nos deleitaban mientras los árboles frutales siguieran dando estos frutos de otoño.
Llegada la noche del día de Todos los Santos, la vida familiar cambiaba totalmente y el recogimiento se hacía notorio en la casa. Se solía encender una mariposa de aceite en la cocina después de la cena y se procuraba no recoger las sobras de comida ni la mesa, pues se decía que las almas de nuestros familiares venían a visitarnos durante aquella noche y les teníamos que dejar comida para ello. Si ello no se hacía, nos podían procurar malestar. En alguna casa se rezaba también el rosario, siendo más sentida esa noche si en la familia había habido algún fallecido reciente.
Antiguamente, todos nacíamos y moríamos en la casa familiar, salvo contados casos excepcionales, hasta que, en 1971, se puso en marcha el primer ambulatorio de la Seguridad Social en nuestra ciudad, con lo que ya muchos enfermos morirían allí y no en los lechos de sus casas bajo la atención del médico de cabecera. En marzo de 1993, se puso en funcionamiento la primera residencia asistida para ancianos en Cas Serres, muy diferente a la antigua Casa Provincial de Beneficencia inaugurada, el año 1955, en la avenida de Espanya (en su solar se construyó el actual Consell Insular de Ibiza), donde vivieron los últimos años de su vida ancianos necesitados de la ayuda pública.
Durante mi adolescencia, la atención espiritual a un familiar moribundo en la propia casa requería la asistencia de un sacerdote de la parroquia para que fuera a confesarle y llevarle la comunión, si ese era el deseo del moribundo, que era lo más habitual. Un rito con toda su pompa se ponía en marcha tan pronto como el sacerdote de la parroquia recibía la noticia del grave estado de un moribundo para que asistiera en su ayuda espiritual. El sacerdote debía trasladarse a la casa familiar del enfermo siguiendo un ritual específico, lo que se le llamaba ‘viático’. Consistía en llevar la comunión y los óleos de los enfermos con una sobria solemnidad, ya que el sacerdote iba revestido con roquete y estola, además de ir cubierto con el humeral o paño de hombros para la llevar la Eucaristía y los santos óleos para la extremaunción. El sacerdote era acompañado por un monaguillo que tocaba una campanilla al paso por la calle, mientras otro monaguillo u otra persona que llevaba una sombrilla blanca para cubrir al sacerdote en señal de respeto por llevar el Santísimo. El paso del sacerdote por la calle llevando el viático producía a las personas que transitaban un gran respeto, descubriéndose la cabeza quienes la llevaban cubierta y algunos arrodillándose. Por ello el monaguillo llamaba la atención a los transeúntes con la campanilla. Pero no todos los moribundos morían de enfermedad o vejez: también había las muertes repentinas o por accidente, que creaban aún más agobio y trastornos a los que estaban cerca del fallecido en estas circunstancias.
Sea lo que fuere, morir en los domicilios familiares suponía avisar a la funeraria para que prepararan el muerto, llevar el ataúd apropiado, montar una habitación para instalar la capilla funeraria con todos los adornos propios de esas instalaciones, con candelabros y coronas de flores, para que los familiares, vecinos y conocidos pudieran velar el difunto durante la noche y dar el consuelo a la familia. Cuando el difunto o la difunta eran personajes importantes o de buena familia solía ir a la casa mortuoria más gente de lo acostumbrado, sobre todo mujeres, para poder ver, de paso, la casa, los salones y el mobiliario y poder hacer así los chismorreos habituales.
Desde el 18 de mayo de 1985, la empresa Pompas Fúnebres Ibiza, conocida por los ibicencos tradicionales como ‘Cas Campaneret’, pusieron en marcha el velatorio del barrio de sa Blancadona, cercano a la ciudad de Eivissa, con lo que el jaleo que se montaba en la casa del difunto para su exposición y visita pública desapareció, no sin ciertas reticencias al principio y que la fuerza de la razón práctica impuso bastante rápidamente.
La prensa escrita antigua solía dar a conocer la noticia de la grave enfermedad o defunción de personajes importantes o especialmente admirados por su popularidad. La primera noticia de una defunción que he podido recoger ha sido del semanario La Isla del 30 de noviembre de 1883, que publica el suceso de la muerte por accidente de una “pobre anciana”, víctima por atropello de una caballería mayor desenganchada de su carro, en una calle de la Marina por un fuerte golpe en la cabeza. Sin embargo, no sería hasta el día 18 de enero de 1884, que el semanario La Isla publicaría la noticia del fallecimiento por “larga y penosa enfermedad, (de) nuestro estimado amigo D. Antonio Escanellas y Viñas”. Ese tipo de noticias mortuorias solo se hacían a personajes relevantes, como ya he comentado anteriormente. Igualmente pasaba con las esquelas mortuorias: solamente las publicaban la gente pudiente que tenía medios económicos para sufragar este gasto suntuario. La primera esquela mortuoria que se publicó en Ibiza fue en el semanario La Isla del día 19 de abril de 1884, la de Doña Anita Ferrer y Planells. No sería hasta la década de 1970 que se extendió la costumbre de publicar esquelas en el Diario de Ibiza a todas las clases sociales, siendo el medio habitual el boca a boca y los anuncios en la Radio Popular de Ibiza, desde 1959.
El traslado del difunto desde la casa mortuoria hasta el cementerio se hacía con el vehículo funerario tirado por caballos, colocado delante de la puerta del domicilio del difunto. Allí esperaba el sacerdote revestido para la ocasión con capa pluvial. Cuatro monaguillos lo acompañaban llevando la cruz, los ciriales y el recipiente de agua bendita. La comitiva se iniciaba con la comitiva religiosa al frente, cantando en latín las correspondientes plegarias para el muerto. Según la categoría que se contratara el servicio funerario, el entierro era de tercera, segunda o primera clase, pudiendo ser esta última de beneficiados o de canónigos. En este último caso, las campanas que daban el aviso de la comitiva fúnebre sonaban desde la Catedral de una manera especial, llamada ‘la fi’ (el fin), que lo distinguía de todos los otros toques a muerto. La comitiva religiosa la formaba, en este último caso, todos los canónigos y beneficiados de la Catedral y todos los seminaristas y los monaguillos de las parroquias que se quisieran contratar.
El 8 de agosto de 1914, llegó al puerto de Ibiza un lujoso carro mortuorio de tracción animal, adquirido por la empresa funeraria de Antonio Costa Cardona, conocido popularmente como ‘Ca s’Artillera’, cuya carpintería y exposición de ataúdes estaba situada en los bajos de la calle Castelar, 3 de la ciudad. Anteriormente a esta fecha, desconozco como se hacía el traslado fúnebre al cementerio de es Vivé, inaugurado en 1814, pero debemos suponer que también con algún carro, pero menos lujoso. El Diario de Ibiza del 22 de marzo de 1913 publica un extenso anuncio donde la citada funeraria ofrece todos sus servicios y productos mortuorios necesarios para el muerto: ataúdes, coronas, lápidas, adornos para la capilla funeraria, panteones y nichos, añadiendo que “a los pobres de solemnidad, la caja mortuoria también gratis (…) Para dar aviso durante la noche, podrán valerse del sereno o vigilante”. En 1915, una nueva carpintería abriría sus puertas en la calle de la Cruz, 14 y 17, propiedad de Juan Riera Boned, que se dedicarían con el tiempo al mismo oficio que el anterior, además del alquiler de carruajes para traslados a las localidades del campo.
El carro de caballos de los muertos, adornado para la ocasión según la categoría contratada, seguía la comitiva religiosa a paso lento. Detrás iban los hombres de la familia del difunto que hacían el encabezamiento del duelo (las mujeres no asistían en aquella época a los entierros y solo se las veía por primera vez en público en los funerales que se celebraban días después en la iglesia). Detrás de la cabecera iban todos los hombres que querían seguir al muerto hasta el límite de la parroquia de donde era el difunto, lugar donde se despedía el duelo. El paso de una comitiva funeraria por las calles de la ciudad hacía que todas las personas que estuvieran sentadas en alguna terraza de bar se levantaran y que los que llevaran la cabeza cubierta por gorra o sombrero por la calle se descubrieran en señal de respeto al difunto a su paso.
Aquel carro de caballos fue sustituido, en enero del año 1960, por una carroza automóvil, haciendo cambiar radicalmente la comitiva funeraria, ya que a mayor velocidad del vehículo hizo necesario que la comitiva fuera también en vehículo a motor si no querían perder de vista los acompañantes el coche con el difunto.
A partir del Concilio Vaticano II, celebrado entre 1962 y 1965, las formas de los entierros cambiaron radicalmente, siendo suprimidos los cortejos fúnebres por las calles e instaurándose los funerales de cuerpo presente, con la asistencia de los hombres y mujeres de la familia desde el primer momento.
Las incineraciones de los cadáveres, desde febrero de 2016, han hecho cambiar también los ritos funerarios laicos con otro tipo de ceremonias fúnebres.