@Pablo Sierra / Se llamaba Montserrat Tresserras i Dou y fue más que una heroína del deporte. Desconocida para el gran público décadas después de nadar lo que nadie, ni hombres ni mujeres, nadó antes, esta catalana destacó sobre todo por hacer lo que siempre quiso hacer. Lo hizo en un momento y en un lugar –la España que sufría el franquismo– donde la mayoría de las mujeres estaban sometidas a la moral de la dictadura y a la voluntad de sus maridos. En ese contexto hostil, Montserrat Tresserras se negó a ser un objeto inanimado. Nunca se casó porque decía que pasar por el altar no le hubiera permitido sacarse el título de entrenadora nacional de natación. Mujeres como ella eran vistas, como mínimo, como seres extravagantes por quienes se consideraban gentes de bien. Con el carné de entrenadora en la cartera, la catalana consagró su vida a las aventuras en aguas abiertas.
Nació (en 1930) y murió (ayer) en Olot. Al pueblo donde aprendió a nadar, sumergiéndose en las aguas del río Fluvià, había vuelto recientemente para dar sus últimos coletazos. Era niña cuando llegó la guerra y de adolescente iba a nadar a la Costa Brava. Cruzar el golfo de Roses o alcanzar las islas Medes fueron los primeros capítulos de la gran historia que escribiría después. El centro de su vida lo pasó en Madrid, una ciudad sin mar, pero llena de piscinas en las que podía entrenarse. Sin perder su acento de la Garrotxa, hizo de la capital de España su hogar y campamento base. Allí preparó los grandes desafíos que conquistó, con poca ayuda y mucho ninguneo machista, entre los cincuenta y los sesenta. En 1957 fue la primera ciudadana española en cruzar el Estrecho de Gibraltar. En 1958, la primera mujer en cruzar el Canal de la Mancha (de Dover a Calais). No contenta con eso, tres años después haría el recorrido contrario (de Francia a Inglaterra). Además, nadó de orilla a orilla del Río de la Plata y estuvo 21 horas en el agua para llegar desde Menorca a Mallorca.
Pese a que en su plenitud deportiva la recibían las autoridades franquistas al volver de sus desafíos y a que en Olot y Girona era una persona muy reconocida, sus hazañas no se reconocieron debidamente en España hasta 2011, cuando se la distinguió con la Real Orden del Mérito Deportivo. Tresserras ya había cumplido los ochenta años cuando recibió el máximo galardón que otorga el Consejo Superior de Deportes. Paradójicamente, mucho antes, en los setenta, le habían llegado los honores internacionales: fue la primera nadadora española en entrar en el International Marathon Swimming Hall of Fame, se bautizaron competiciones con su nombre y se convirtió en miembro vitalicio de la Asociación de Natación del Canal de la Mancha, desde donde asesoraba y validaba las travesías de los jóvenes soñadores que querían seguir la estela de sus brazadas. El también gironí Miquel Sunyer fue uno de ellos. Sunyer, además de ser uno de los nadadores en aguas abiertas más destacados de la última década, es un entusiasta de los aspectos más puros de este deporte. Igual que Tresserras.
Ayer recordaba así Sunyer a su mentora en la despedida que le dedicó en las redes sociales: “Me atrevo a decir que mi actual filosofía de vida, mi manera de entender la natación, es gracias a Montserrat. Su personalidad, su historia de vida, su autenticidad y valentía, y sobre todo la forma en que consiguió sus éxitos deportivos, han sido para mí pura inspiración. Montserrat ha sido una leyenda y una heroína de la natación en aguas abiertas, de la natación más extrema, antigua y purista que existe: sin neopreno, en solitario, saliendo de tierra y llegando a tierra y sin tocar la embarcación”.
El mar solamente derrotó totalmente a Monteserat Tresserras una vez: cuando quiso ser la primera persona en acabar la travesía Alicante-Eivissa un 10 de agosto de 1965.
Hace cinco años pude hablar casi una hora por teléfono con Montserrat Tresserras. La excusa para conseguir el número de su casa madrileña y llamarla para un reportaje que estaba escribiendo sobre el segundo intento de Juanjo Serra de completar el reto que pudo con ella. El nadador ibicenco idolatraba a la nadadora catalana: le servía como fuente de inspiración y hasta había seleccionado el mismo punto de partida y de –hipotética– llegada: de la cala del Portitxol, en Xàbia, a la de Cala d’Hort, en el municipio de Sant Josep de sa Talaia.
Cuando hablé con ella, Tresserras recordaba perfectamente los más de dos días que estuvo nadando en el Mediterráneo. Montserrat se acordaba del bañador que llevaba, de las gafas de motorista que protegían sus ojos porque no había dinero ni apoyos para comprar mejor material, de lo que picaba la sal después de tanto tiempo sumergida en el mar y de las ganas que tenía, cuando desistió y se subió a la barca que la acompañaba, de llegar al hotel Montesol y pegarse una ducha. Su odisea duró cincuenta y cinco horas que tuvieron que hacerse eternas. Especialmente, el último tercio. La olotina se quedó a diez millas de la costa, frente al peñón de es Vedrà, un Muro Adriano imposible de traspasar. Ella nada que te nada. Las corrientes frena que te frena. Esto último no me lo contó la aventurera sino un testigo anónimo que aún vivía y del que Tresserras conservaba su contacto tantísimo tiempo después. Antonio Martínez Crespo era un pescador de Dénia al que todos llamaban Guadalupe que decidió ganarse unas perras embarcándose para seguir a aquella mujer que quería nadar hasta la isla ibicenca, situada a 50 millas náuticas de la costa de Alicante. La idea le pareció suicida. Y la ideóloga poco menos que una loca. El pescador no conocía el currículo de Tresserras, claro. Casi medio siglo después de que la nadadora se cruzara en su camino, el pescador Guadalupe seguía teniéndolo claro: “Es la persona más valiente que he visto en mi vida. No se quería subir a la barca cuando vio que era imposible seguir avanzando. La culpa de que no llegara a Eivissa la tuvieron los promotores del reto, que le metieron prisa para que echara a nadar. ¡Soplaba gregal aquel día y hacía falta llebeig para poder avanzar hacia el este!”
La comitiva partió de Xàbia por la mañana. El pescador Guadalupe le dijo a su mujer que volvería a las tres de la tarde para comerse el arroz y tres días después su mujer y el arroz seguían esperándole.