POR JUAN ANTONIO TORRES PLANELLS
El nombre de ‘diciembre’, referido al último mes del año, tiene un curioso origen, pues proviene del antiguo calendario del Imperio Romano y quiere decir ‘diez’ en latín (decem). ¿Cómo es posible que el año tenga doce meses y al último se le llame ‘diez? Su explicación es que, antiguamente, el calendario romano comenzaba por el mes de marzo, dedicado al dios Marte, y acababa en el décimo, diciembre. Fue el rey de Roma Numa Pompilio (715-672 a. de C.) quien añadió dos meses al inicio del año: enero (este nombre viene del dios Janus, el que abre y cierra las puertas), y febrero, nombre que viene del latín ‘februare’ o limpiarse para purificarse, lo que se hacía para la adoración del dios Plutón. Añadidos dos meses al año, ya son doce los meses. Pero al quinto y sexto mes del antiguo calendario, correspondientes a ‘quintilis’ y ‘sextilis’, les cambiaron sus nombres para honrar a Julio César y al emperador Augusto, por esto les llamamos julio y agosto. Dicho esto como curiosidad, deciros que el mes de diciembre es, quizás, el que más fiestas tiene del año, dos de ellas muy distinguidas y emocionantes.
En mi niñez, el día de la Inmaculada se conmemoraba también el Día de la Madre, y los niños solíamos regalar una postal a nuestras madres con muestras de cariño a nuestra progenitora en forma de bellas palabras de hijos amantísimos, de la forma que nos habían enseñado en las escuelas. También durante los días cercanos a esta fecha era cuando comenzaba a haber movimiento de muebles en las casas para hacer una limpieza a fondo, ordenar su interior y barnizarlos si era necesario. También era el momento de sacar del ropero la ropa de fiesta para llevarla a limpiar y planchar en las tintorerías y planchadoras o el momento para ir a recoger el vestido nuevo que nos habíamos hecho hacer a la modista o sastre para ser estrenado por Navidad. Las paredes de las casas se blanqueaban y se quitaba el polvo en toda la casa para que luciera resplandeciente en las próximas fiestas navideñas. Era el momento también para empezar a hacer los números en la economía doméstica, más bien escasa en las décadas de 1940-50, para comenzar a encargar el pollo, los menudillos para los arroces caldosos, el pavo, la carne para hacer el puchero, el popular ‘sofrit pagès’ o la pierna de cerdo para hacer la típica ‘porcella’ para las cenas y comidas de los días de fiesta que se acercaban y que reunían a todas las familias en torno a las mesas. Así mismo, los que sabían hacerla, que era en la mayoría de las casas, se compraban los ingredientes para hacer la tradicional ‘salsa de Nadal’, postre tradicional y preferido de los ibicencos en estas fechas navideñas.
Los niños íbamos especialmente alegres porque comenzaríamos a montar un belén en nuestra casa, como todos los años. Comenzamos nuestro belén con pocas figuritas, pero cada año íbamos a la tienda de Santiago Bofill, situada en una planta baja del número 4 de la calle de Abel Matutes Torres, a ver las figuritas, casitas, portales y demás adornos de belén y pedir a nuestros padres dinero para comprar alguna más y así ampliarlo. Así, poco a poco, año tras año, comprábamos la lavandera, el ‘caganer’, el pastorcito con las ovejas, la casita de corcho para posada, el puente de atravesaría el rio de papel de plata, el ángel anunciador de la cueva del nacimiento o el que anunciaba a los pastores. Nuestros padres debían buscar una mesita o un tablero puesto sobre las cabeceras de dos sillas que sería la base para montar el belén casero. Además, nos juntábamos el grupo de amigos vecinos y con una bicicleta o a pie, según la distancia, íbamos al ‘Puig des Molins’, a los alrededores del ‘Segundo Puente’ cercano de ‘sa Coma’ o al pie de la montaña de ‘can Misses’ a buscar musgo, carrasca, piedras pequeñas del bosque, tierra roja o negra y ramas de pino. Era el material indispensable para montar la base del pueblo de Belén con la cueva del nacimiento. Además, teníamos que ir a las librerías de doña Luz del Diario de Ibiza, o de Can Verdera o de casa Pepe Ramón a buscar papel de estraza de dos clases, marrón y azul oscuro, goma de pegar, purpurina plateada y pinceles delgados para completar el material de trabajo. La familia tenía que rascarse el bolsillo para pagar aquellos gastos extras, a pesar de no haber mucha disponibilidad pecuniaria, pero la Navidad no era Navidad si no había un poco de todo esto. Y … ¡manos a la obra!: extendíamos la tierra sobre el tablero; hacíamos el riachuelo con el papel de plata de las barras de chocolate; construíamos montañas y valles con las piedras, el musgo y las ramitas de pino; la cueva del nacimiento debía de ser el centro del belén; un huertecito no estaba nada mal con el buey labrando, la mujer con la jarra que venía del pozo, otro hombre con un gallo en la mano cogido por las patas, el leñador que venía de cortar leña del bosque, los patos nadando en un recodo del rio y la cabrita en el risco. Para hacer el cielo, poníamos el papel de estraza azul marino en la pared y pintábamos las estrellas con la purpurina plateada o recortadas del papel de plata del chocolate y poníamos nubes con el algodón de curarnos las heridas.
Los belenes de las casas humildes eran sencillos pero, rico o pobre, era costumbre y un ritual que los vecinos y los amigos fuéramos a verlos durante algunos de los días de las fiestas de Navidad. En la ciudad había casas importantes de Dalt Vila que hacían unos grandes y lujosos belenes en algún salón de sus casas. El belén más importante de la Marina fue el que el hermano carmelita Luis de Santa Teresa, popularmente conocido por el Hermano Luis, montó por primera vez en la plaza de San Telmo junto a la puerta lateral de esta popular iglesia, el año 1958. Tan bien acogido fue este belén que, al año siguiente, feligresas de esta iglesia regalaron numerosas figuras grandes y algunas autómatas para que el belén fuera más espectacular. También fue señalado el belén que montaban las monjas agustinas en el patio del colegio de la Consolación. Era especialmente grande y tenía una figura autómata que se movía y con una bandeja pedía una limosna. Si le ponías alguna moneda en el platillo, se escondía y regresaba con un caramelo.
Otra de las fiestas señaladas de ese mes era la festividad de Santa Lucía, el 13 de diciembre, patrona de los ciegos y de las que se dedicaban al ramo de la confección. En tiempos de nuestra infancia se veían muchos ciegos, hombres y mujeres, recorriendo las calles de la Marina exclamando ¡iguales para hoy! , exclamación dicha con un soniquete especial por cada uno de ellos: ¡parahoyyy!, ¡igualesparahoyyyyyy! y otras variaciones sobre el mismo tema, intentando vender los cupones de la Organización Nacional de Ciegos Españoles, que tenía su delegación en un primer piso de la calle Anníbal de la ciudad, en frente de la farmacia de don Bartolomé Marí. En aquellos tiempos, los vendedores tenían ceguera extrema o total y solían estar acompañados por algún mozalbete durante sus recorridos de venta. Los vendedores llevaban los cupones enganchados en la ropa del pecho con una aguja imperdible; algunos se movían por si solos ayudados con unas muletas de madera y otros se movían en carritos de inválidos, cuyas ruedas se movían con un dispositivo mecánico instalado junto al manillar y que se hacía mover con las manos, como si fuera un pedaleo.
Por otro lado, había muchas mujeres y chicas que aprendían a confeccionar ropa y a bordar manteles, sábanas y fundas de almohadas haciendo lo que se llamaba comissió (ir a comisión), tipo de trabajo autónomo que se hacía en el propio domicilio aprovechando los conocimientos y habilidades en el coser y que se pagaba por piezas. Había grandes maestras cosedoras en la ciudad que daban comissió, como doña Nita Pardo, Pepa Mariné, Pepa Bernada, las hermanas ‘Bal·leses’ y las hermanas Petra y Adelina Capmany, entre otras; pero el lugar que dio mucho trabajo de comissió durante las décadas de 1950 y 1960 fue la fábrica de lencería fina de can Llambíes, situada enfrente de la iglesia de Santa Cruz, dedicada a la exportación de este producto. Dos tías paternas mías repartían comissió a otras trabajadoras autónomas y mi hermana María Luisa trabajó en la sección de planchado; en aquella fábrica había también la sección de corte y la de empaquetar, donde solo trabajaban hombres. Esta lencería se exportaba íntegramente a Barcelona.
Pues bien, los ciegos y las cosedoras y todas las que se dedicaban de una u otra manera a la confección tenían una cosa en común: sus ojos. Y todos tenían a Santa Lucía por patrona. Este día, las cosedoras hacían una fiesta especial e iban a la misa a Santa Lucía que se decía en la iglesia del Hospitalet (el año 1897 ya se celebraba esta misa en esta pequeña iglesia de Dalt Vila acompañada con solemnidad por una orquesta de seminaristas) donde había la imagen de aquella santa a la que martirizaron sacándole los ojos; la imagen se representa con sus ojos puestos sobre un platillo que lleva en la mano, símbolo de su martirio. Acabada la misa, las cosedoras y sus novios o maridos iban alegres en grupos a comer y después hacían caridad visitando a los viejos de Casa Provincial de Beneficencia, más conocida como Hospital Provincial, situada en la avenida Espanya, 49 y les llevaban pasteles, enaguas y calzoncillos, regalos que les habían comprado o hecho con el dinero que habían recogido durante todo el año para aquella fiesta.
Llegado el día 22 de diciembre, todo el mundo estaba pendiente de las radios porque se estaba dando, durante la mañana, el sorteo del Gordo de Navidad, la lotería más famosa de todas las que se celebraban durante el año. En aquel tiempo, muchos negocios vendían participaciones de décimos de lotería, que era lo que los magros bolsillos ibicencos de la época podían gastar en juego, a excepción de los diarios y baratos cupones de los ciegos. El sonsonete de los chicos de San Ildefonso llenaba las calles de todos los barrios esperando que el número que se había comprado fuera el agraciado: “23.423, diez miiiil peseeeetaaas”.