Juan Antonio Torres Planells
Los domingos de nuestra adolescencia y juventud estaban divididos en dos: las mañanas estaban dedicadas al aseo personal, a cumplir con nuestras obligaciones religiosas, a salir a dar un paseo con amigos o conocidos y tomar algún refresco o vermut antes de ir a comer con la familia; la tarde estaba dedicada a las distracciones.
Una tarde de un domingo del invierno del año 1953 se puso en marcha una actividad que llamó la atención de la mayoría de los adolescentes de la época: la doctrina cristiana que se comenzó a enseñar, las tardes de los domingos, a las 15 horas, en la iglesia del Hospitalet de la calle Santa Faç, 12 de Dalt Vila, enseñanza llevada a cabo por un grupo de seminaristas que estaban acabando sus estudios de teología, prontos a ser ordenados de sacerdotes. Este grupo de seminaristas eran Jaime Morey Rebassa, Bartolomé Roselló Colomar, Antonio Tur Mayans, José Prats Torres, Lucas Ramón Torres, Antonio Torres Torres, Juan Riera Bonet y Juan Planells Ripoll, entre otros.
Como un reguero de pólvora se corrió la voz de arriba abajo que en la iglesia del Hospitalet se llevaban a cabo actividades muy entretenidas para los niños. Como que en la iglesia no se aprendía nada malo, los padres dejaban que sus hijos fueran solos a aquella iglesia al toque de la campana de las 14:45 horas, avisando del pronto comienzo de la enseñanza de la doctrina, que se debía aprender en aquel tiempo de religión única y predominio de la Iglesia Católica en casi todos los ámbitos de nuestra vida. El nombre de Jaime Morey sobresalió sobre los demás cuando se hacían comentarios sobre lo que en aquella ‘doctrina’ pasaba: había más distracción que lección.
Un día, acompañado por mi hermana, subimos desde la plaza del Parque a la iglesia del Hospitalet y nos integramos en el pequeño grupo que había iniciado aquellas ‘clases’ de doctrina, comprobando que, una vez comenzadas las clases con la práctica de las principales oraciones o los principales principios que regían la religión católica, incomprensibles para unos niños y que aprendíamos como los loros, se nos sorprendía con una representación de títeres en un pequeño teatrillo que se montaba en un santiamén delante del presbiterio. Con las luces de la iglesia apagadas y con la única iluminación de la boca del escenario, disfrutábamos lo indecible con las aventuras y desventuras de aquellos personajes de cartón piedra movidos por aquellos entusiastas seminaristas, que debieron preparar durante la semana las clases de catecismo, a modo de prácticas para el futuro desempeño de su función sacerdotal, y las distracciones diversas con las que querían mantener nuestra asistencia y atención. Al domingo siguiente, tras las clases doctrinales de rigor, la novedad para nosotros fue alguna rifa y la instalación de una tela blanca enorme, sujeta a un bastidor de madera, que hizo las veces de pantalla de cine.
La alegría y expectación por aquel inesperado acontecimiento nos puso nerviosos a todos pues, posiblemente, fue la primera vez que veíamos cine. Una pequeña cámara instalada en medio de la iglesia proyectaba una película de misioneros viajando por África, dando paso también a alguna película cómica. Aquella diversión en las clases de doctrina fue el motivo para que la mayoría de adolescentes de la ciudad asistieran a aquella pequeña iglesia, que nos procuraba diversión en las aburridas tardes de domingo. A los pocos domingos, el padre Morey nos llevó a la explanada del Portal Nou con un balón de fútbol para que nos distrajéramos jugando un rato y corriendo para canalizar energías. Aquello fue el inicio para que el Padre Morey, tras su ordenación como sacerdote en el mes de julio de 1955, pusiera en marcha equipos de fútbol infantiles y juveniles y una liga al modo de las ligas de fútbol de los mayores, llevando a cabo los partidos durante los domingos. La gente mayor tenía más opciones que nosotros de distracción, pues a la posibilidad de ir al cine, tenían también su propia liga de fútbol en el campo de sa Palmera o, desde 1958, en el campo de fútbol de sa Bodega.
Acabada la asistencia a la ‘doctrina’ de la iglesia del Hospitalet y vistas las carteleras de las películas que proyectaban en los cines de la ciudad, se nos habrían varias posibilidades: si las dos películas que proyectaban alguno de los cines eran ‘para menores’ (en aquel tiempo los cines proyectaban siempre dos películas con un descanso entre ambas), había que conseguir dinero para pagarnos la entrada. Si la familia no nos daba bastante para ir al cine, teníamos que recurrir a la visita dominical a casa de las abuelas y tías a ver si nos daban alguna propina y recogíamos bastante para pagar la entrada y comprar alguna chuchería. Si la primera película era ‘para mayores’ y la segunda ‘para menores’, la argucia era asistir a la puerta del cine a ver si durante el descanso veíamos a algún hombre conocido y nos entraba con él al cine de gratis, sentándonos en las primeras filas del cine que, habitualmente, estaban vacías, pues nadie quería ver las películas sin perspectiva. Si las dos películas eran ‘para mayores’, o lo era la segunda, nuestras posibilidades de ir al cine se cerraban por completo. Entonces, había que buscar el plan B: la manera de divertirnos jugando con los amigos por los alrededores de la ciudad, hasta que anochecía y había que regresar a casa.
Una de las cosas que más apreciábamos las tardes de los domingos era ir a comprar chucherías a los carritos de los vendedores que estaban instalados en el paseo de Vara de Rey o en la calle de las farmacias. Los pirulís de caramelo (los famosos tirurits) de varias medidas según su precio, el cucurucho de cacahuetes o de chufas remojadas o el trozo de coco eran las golosinas preferidas. Pero no siempre había dinero disponible para comprar chucherías y menos las más deseadas, que eran las más caras. Algunas veces, podíamos ir a comprar algún caramelo o golosina a las confiterías-pastelerías de Cas Curpet o la Vara de Rey, situadas ambas en el lado norte del mismo paseo.
Si aquella tarde de domingo había habido suerte y podíamos ir al cine por ser ‘tolerada para menores’, nuestras películas más deseadas eran las de aventuras, fueran del ‘oeste’, de exploradores o de piratas. Pero el que nos abrió de nuevo posibilidades de ver cine los domingos fue, otra vez, el Padre Morey. Aquel sacerdote, que se hizo tan popular en la década de 1950 (quien quiera saber la trayectoria en Ibiza y su posterior labor misional puede leer mi libro ‘El Pare Morey, el capellà de la joventut d’Eivissa’, Editorial Mediterrània, 2009), puso en marcha, en octubre de 1956, el ‘Club de los Muchachos’ para encauzar las ligas de futbol infantil y juvenil y, con el tiempo otras actividades de distracción para los adolescentes y jóvenes de la ciudad. Por ello, el mes de febrero de 1958, promovió un cine-club que haría furor: “Próximamente, en el Frente de Juventudes (era en los bajos del paseo de Vara de Rey, 24) se darán los Domingos por la tarde, unas sesiones de Cine para todos los socios del Frente de Juventudes y de Acción Católica”. Así fue como, el domingo, 9 de febrero de 1958, se iniciaron las funciones de cine para adolescentes y jóvenes, aunque no fueras socio de nada, que se hicieron famosas en nuestra ciudad. “Muchacho: Ha sido creado para que te puedas divertir los Domingos y días Festivos el Cine-Club”, se anunciaba en la revista “Gol”, órgano publicitario de aquel ‘Club de los Muchachos’.
El programa de aquella primera sesión de cine fue el siguiente: “Nuevas aventuras de Tarzán” por Herman Brix, campeón olímpico, Ula Halt y Don Castello, película de 80 minutos de duración; los cortos “La Patria de D. Quijote” y “La Ley de Dios” y, para finalizar, una de aquellas películas cómicas que se convirtieron en la marca de fábrica del cine de aquel sacerdote: “Noche de duendes” por Stan Laurel y Oliver Hardy, los conocidos popularmente como ‘el Gordo y el Flaco’ De aquella sesión de cine-club se hicieron dos funciones: de 4 a 6 y de 6 a 8, horarios que quedarían durante todo el invierno. El éxito fue tan grande que, durante el verano siguiente, el Padre Morey puso en marcha un cine al aire libre en el solar de la parte trasera de la iglesia de Santa Cruz, de donde había sido nombrado cura ecónomo en abril de 1958, solar que cerró con una pared de cañas y que ahora ocupa la casa parroquial de esa iglesia.
En este cine de verano se proyectaron toda clase de películas ‘para menores’, siendo las más programadas las de aventuras y las cómicas (años después, a partir de la marcha de Ibiza del Padre Morey, el mes de octubre de 1959, su compañero el sacerdote Bartolomé Roselló Colomar, abrió en los bajos de la calle Juan de Austria, 8 la nueva sede del Club de los Muchachos, trasladándola desde la torre de la iglesia de Santa Cruz hasta aquel nuevo lugar, locales con salida a la avenida de Bartolomé de Roselló. En el solar de la parte trasera de ese club, donde ahora se ubica un edificio y la plazoleta dedicada a los periodistas, don Bartolomé Roselló instaló un nuevo cine al aire libre, cercado por una pared de bloques de hormigón, que duraría varios veranos, con la programación habitual de películas en ese cine. Con todo, los niños y jóvenes aún teníamos otra posibilidad de ir al cine los domingos del invierno y era el Cine Católico, que siempre programaba películas ‘para menores’. Pero a ese cine los menores de edad asistíamos menos por estar muy alejado del centro urbano de la ciudad.
La gente que no iba al cine de tarde o al fútbol, solía ir a sus bares habituales cercanos a sus casas. Allí se reunían desde primeras horas de la tarde los hombres de las casas para tomar su café y jugar al ajedrez, a las damas o al dominó, mientras hacían sus charlas habituales. Algunos solían ir más tarde con su mujer o su novia, acompañada siempre de su ‘carabina’ (‘carabina’ = familiar cercano a la novia que solía acompañar a la pareja de novios prometidos para vigilar discretamente que no se propasaran en el cuidado de la moralidad pública) a pasar la tarde e ir al cine a la segunda función, hasta que llegaba ya el anochecer y todo el mundo se reunía de nuevo en sus casas para la cena y prepararse para el día siguiente, en que unos deberían ir al trabajo, otros a los centros de estudios y la madre a sus labores, calificativo ‘laboral’ sin sueldo con el que se clasificaba a las, entonces, llamadas ‘amas de casa’. De esta forma estaba estructurada la sociedad y se pasaban los domingos, tan diferentes, en algunos aspectos, a los actuales.