@Diego Pikabea/ Hasta el SXV, los libros se reducían al ámbito religioso. Las Biblias de los monasterios eran producidas pacientemente de forma artesanal por los mismos monjes, quienes podían estar hasta 10 años en acabar un sólo volumen. Las letras mayúsculas se ornamentaban delicadamente y las láminas que representaban los distintos pasajes sagrados se realizaban mediante la técnica del grabado sobre madera: la xilografía. Mediante la misma técnica se imprimían pequeñas publicaciones, panfletos, etc, siempre de cortos tirajes. Viendo esta limitación, Johannes Gutenberg (1398-1468), decidió reinterpretar la técnica ya inventada por los chinos un par de siglos atrás. Improvisando una imprenta con una Para qué tprensa de vino y los tipos móviles hechos en hierro, realizó su primer trabajo fechado en el año 1449, su «Misal de Constanza». Pero fue la «Biblia de 42 Líneas» la que lo hizo famoso, la que marcó el punto de partida de la «Era de la Imprenta» en el año 1455.
Tras arduas jornadas de trabajo y de insolvencia financiera, Gutenberg buscó ayuda en prestamistas para acabar su proyecto de imprimir unas 150 Biblias. Viendo que se aplazaba su empresa, los tiempos no eran lo que él estimaba y tras varias quiebras, Gutenberg terminó dejando su trabajo al sobrino de uno de sus prestamistas, quien hacía de ayudante, quedándose éste con su obra inconclusa. Arruinado buscó asilo en un convento, donde murió en el año 1468. Su aprendiz, Peter Schöffer, acabó las Biblias y las vendió casi instantáneamente a muy buen precio, recibiendo a continuación pedidos industriales de tan preciado libro. El caso es que Schöffer se forró, y el bueno de Gutenberg no vio ni una moneda de canto…
542 años después, decidí comprar un libro de Kurt Vonnegut en la librería que acostumbro ir a menudo. Días atrás había visto, al pasar por la puerta, que había sido reducida a la mitad y que ahora compartía el espacio con una cafetería, el típico caso de reconversión, pensé, y me gustó la idea de poder hojear los libros mientras me tomaba un cortado. Dirigí hacia allí mis pasos con el propósito de comprar «Matadero 5», empujé la puerta de hierro, crucé la bulliciosa cafetería y llegué al fondo del local, donde estaban las estanterías con los libros, y cual fue mi sorpresa cuando vi una pared repleta de libros pero ya usados, viejos, en exposición, que no estaban en venta, como si formaran parte de la decoración del local, como si fueran las librerias de pega que hay en las tiendas de Ikea.
En eso se me acercó el dueño y me preguntó qué quería tomar, dije que un cortado y, haciendo un gesto señalando a mis espaldas, le pregunté: «y los libros?», «ahora somos una cafetería a la que se puede venir a leer mientras se toma algo», respondió fríamente. Me explicó que las ventas eran nulas, que llegó a vender un libro por día y que había tenido unas experiencias reveladoras de que éste era el fin del papel. «El libro electrónico ya es una realidad», me comentaba abatido, “cualquier libro que se edite, antes que en las librerías ya está en internet y cualquiera lo adquiere gratuitamente”. Yo pensaba en el acto de hojear un libro…como una…¿antigüedad?. ¿Las casas no tendrán bibliotecas? Mi interlocutor continuó: «los niños no sabrán lo que es tener una foto en sus manos ni lo que es hojear un libro», con esta última frase me cayó la ficha del desconsuelo total, imaginar eso me desbarató mientras le hombre proseguia con su lamento apocalíptico «…en el Rastro de Madrid, venden los libros por kilo, como papel viejo…». «Bueno», balbuceé, «por lo menos no se talarán más árboles”, como un consuelo ready made. Y me alejé cabizbundo y meditabajo…