Oti Corona / –Qué guapa estoy.
Sin dejar de sonreír, dio unos pasos hacia el espejo. Se alejó de nuevo. Se colocó de perfil. Se puso de puntillas y dio un par de vueltas. Admiró sus piernas rechonchas, sus tiernos bracitos y el abombamiento de su barrigota, último resquicio del bebé que había sido hasta hacía muy poco.
–Estoy guapísima, mami. Guapísima –repitió.
Acababa de cumplir tres años y se estaba probando su primer maillot.
Tenía la cabeza tan grande que la enfermera de pediatría la tuvo que medir dos veces en una de las revisiones porque creyó que se había equivocado. Era una cabeza, de todas formas, dentro de la normalidad. A veces no le entraban los cuellos de las camisetas, incluso los de aquellas que tenían el detalle de ofrecer dos botones en un lateral. Estaba muy enfadada con los fabricantes. Si la ropa era de su talla, ¿por qué eran tan pequeños los agujeros para la cabeza?
Nunca se le había ocurrido pensar que quizás tenía la barriga demasiado gorda para ponerse un maillot, o que era una cabezona y que por eso a veces costaba horrores ponerse y quitarse las camisetas. Su cuerpo era perfecto. Con él había aprendido a relacionarse con el mundo. A oler y degustar, a mirar, a oír y a tocar, y más adelante a reptar y a gatear, a correr, saltar y hasta dar sus primeros pasos de baile. Qué maravilla, su cuerpo. Qué portento. Qué belleza.
Unos años después, esa nena se había convertido en una mujercita convencida de que su cuerpo era un conglomerado de imperfecciones. Todas sus amigas compartían esa sensación. Ninguna estaba contenta con su físico. La que no tenía los brazos flácidos, tenía los muslos acorchados y la que no, las piernas demasiado flacas, o los tobillos de elefante o el cuello de jirafa, cuando no le sobraban dos centímetros de altura o le faltaban cuatro. Todas, las gordas y las flacas, seguían algún tipo de dieta porque a todas les sobraban esos quilitos aquí (en el culo) o allí (en la barriga).
Lo cierto es que la niña seguía siendo guapísima. El problema era que había claudicado. Fue fácil vencer lo de los cuellos de las camisetas demasiado pequeños mientras todo el mundo le repetía lo guapa que era, pero imposible enfrentarse a lo que vino después.
Las mangas ridículamente estrechas de los jerséis. Los ceñidos imposibles de las camisetas. Las tallas únicas. Las cañas de las botas tan estrechas que cortaban la circulación. Los bajos de los pitillos que no pasaban de los talones. Los sujetadores con relleno porque era, al parecer, necesario subir dos tallas. Los pies rebosando por fuera de las suelas de las sandalias. Las fajas talla XS. Las franquicias con tiendas separadas para chicas curvies. Compañeros de clase que usaban “gorda” como insulto. Alusiones a su físico para desacreditar sus opiniones. Modelos y referentes jovencísimas, sin celulitis, sin estrías, sin granos. Delgadísimas siempre.
La niña que era feliz embutida en su maillot es hoy una mujer que se echa a temblar cuando tiene que salir a comprarse ropa. Su cuerpo se ha convertido en un estorbo, un lastre, una vergüenza. Ese es el mensaje con el que se la ha bombardeado día tras día, en todas partes, a todas horas. Hasta que se ha rendido.
Esa niña eres tú. ¿Cuándo fue la última vez que te paseaste delante del espejo y admiraste tu físico? ¿Cuándo fue la última vez que te maravillaste ante tu propia belleza? ¿Cuándo fue la última vez que estuviste guapa?