Jaume Torres / Dijeron un día los aldeanos que vieron cómo cruzaba el pueblo y que en las noches húmedas merodeaba cerca de las cabañas. Hablaron también aquellas gentes que vivía en cuevas y se alimentaba de zorros aún vivos y su presencia aumentaba cuando se realizaba el Baile de los disfraces en la plaza principal, la fiesta más cariñosa y cercana.
A menudo su sombra entraba por las ventanas de las casas y se quedaba quieta en los espejos provocando miedo a sus moradores.
Después de agrios debates, pues no se sabía la naturaleza del intruso, animal o demonio, quedó bien claro que sus huellas de un tamaño no más grande que las de un lobo pero ciertamente más pequeñas que un conejo, bien pudieran ser de un maligno que viviera en las mismísimas entrañas del bosque.
Ya en día festivo y en el momento más importante de la misa, entre el pan y el vino, el capellán que se recuperaba de un apretado virus, subió rápido al púlpito y apeló a los feligreses para que vinieran los espadachines del ejército y así se librarían de aquel mal que acosaba al pueblo.
En el Baile de los disfraces, los amantes se juntaban y las caricias que de noche se escondían, ahora eran más sutiles y más claras.
Se sorprendieron por aquellos lares que no siendo tierra minera se hallaran en las manos, copas, fresas y en el suelo restos de polvo negro. El inspector examinado su copa de cava, desde su careta de marsupial gritó: carbón.
Cerraron puertas y ventanas. Se delimitaron las zonas de la pista de baile y bajo las patas del pingüino encontraron más carbón. La evidencia ya se intuía muy próxima y escodido de pingüino encontraron a Juanito el blanco que bailaba con su amante.