Ben Clark / De las múltiples teorías conspirativas que rodean al malogrado ‘Titanic’ una de las más interesantes —y plausibles— es la del incendio. Esta teoría, que podría tener el sugerente nombre de ‘teoría del fuego y del hielo’, plantea que, en el momento de zarpar de Belfast, unos once días antes de hundirse, en el corazón del buque ya existía un incendio que acabaría debilitando su casco, dejándolo a merced del iceberg que, según muchos defensores de este supuesto, no habría hundido al gigante si no fuera por esta trágica confluencia.
Es necesario aclarar que estaríamos hablando de un tipo de incendio muy particular, muy distinto al concepto que nos viene inmediatamente a la cabeza.
La hipótesis del incendio sostiene que empezó a arder uno de los depósitos inmensos del carbón que servía de combustible para el barco. Esto, por lo visto, no era del todo raro en los buques propulsados a vapor, ya que el carbón compactado podía, en un momento dado, entrar en combustión espontanea después de acumular mucho calor, provocando una quema lenta y constante en el centro mismo del depósito que podría pasar días —incluso semanas— sin ser detectada y cuya extinción resultaba muy difícil, debido a que era complicado acceder a la zona que ardía y porque, precisamente, sólo era posible saber que había un problema cuando este era muy grave.
Como suele ser habitual, los conspiranoicos van más allá, atando cabos deliciosamente, y establecen una relación directa entre la alta velocidad del buque —una de las causas del desastre— y el incendio. Para resumir, lo que se plantea es que la necesidad de acceder a la parte del depósito de carbón que se estaba quemando habría forzado a los fogoneros a alimentar de más las calderas, motivo por el que el barco estaría gastando más combustible de lo previsto, razón que, en última instancia, hizo que el capitán Edward Smith no redujera la velocidad ante el aviso de icebergs, porque temía quedarse sin carbón antes de llegar a Nueva York. Una huida hacia adelante.
Se cree que, después de muchos días —quizá varias semanas— de sufrir un calor intenso, el acero del casco se debilitó justo en el punto en el que, por desgracia, chocó —o sería más correcto decir rozó— con el iceberg, provocando en ese momento una vía de agua y, muchos años después, la película y, lo más trágico de todo el asunto, su banda sonora.
Lo que hace que esta teoría no sea del todo descabellada es que sugiere que el hundimiento del ‘Titanic’, como casi todas las catástrofes, tuvo lugar por la confluencia de diferentes factores, factores que, de manera individual, podían haber sido evitados y que, con una frecuencia insólita, tienen detrás la decisión de recortar gastos, exprimir de manera temeraria los beneficios e ignorar riesgos, siempre bajo la premisa de que no ocurrirá nada malo.
El incendio en el corazón de Ibiza y Formentera llevaba, efectivamente, muchos años ardiendo sin control y su virulencia debilitó tanto las estructuras económicas y sociales de las Pitiusas, que los efectos del iceberg COVID-19 sólo podían ser devastadores. El hundimiento, en esas circunstancias, era inevitable. Los ricos de Ibiza, como los ricos del barrio de Salamanca de Madrid y los ricos del ‘Titanic’, claman de indignación contra la cautela y la mesura e insisten en una sola cosa: este barco no se puede hundir, es imposible que se hunda, hay que volver a poner las calderas en marcha y poner rumbo a Nueva York cuanto antes. Los conspiranoicos, ecologistas desaliñados, activistas peludos y poetas articulistas con sobrepeso, no tienen razón, están locos, son unos resentidos, no tienen ni puñetera idea: no hubo incendio, todo estaba bien, todo estaba en orden y el choque con el iceberg fue —tal y como dictó la comisión que investigó el suceso en 1912— inevitable.
Es posible que el choque fuera inevitable —el virus iba a llegar sí o sí—, pero no está muy claro que lo fuera el hundimiento, y lo que está clarísimo es que se podían haber salvado muchas más vidas si no se hubiera fomentado, desde el principio del proyecto, la idea delirante de que este barco no se podía hundir. Se podían haber salvado muchísimas personas si, en el momento de la tragedia, los ricos pasajeros de primera clase hubieran tenido la decencia de repartir de una manera inteligente y justa —no solidaria— los botes salvavidas. El destino de la huida hacia adelante del ‘Titanic’ está en el fondo del mar, el nuestro, como sociedad, está todavía en nuestra mano, pero dejemos de ignorar el incendio de la codicia que lleva años desgastándonos, porque existe, no es una teoría sino una realidad. Aminoremos la marcha, frenemos un poco, revisemos bien el número de botes salvavidas, dejemos de comportarnos como si este barco no se pudiera hundir y, por el amor de dios, acabemos de una vez con la banda sonora de ‘Titanic’.