De repente, Artur Mas fue por altas y se le ocurrió que quería la independencia para Catalunya. No le quedaba otra, porque con las retallades ha dejado pajaritos a la mitad de catalanes y algo se ha de inventar para que no lo cuelguen del palo mayor. Como ibicenca en el exilio, cada vez que me preguntaban en precampaña qué opinaba sobre la independencia respondía lo mismo: esta no es mi guerra.
In… In-de… In-de-pen-dèn-ci-a! Silabeaban en Internet, en la radio, en la tele. Aunque en un principio me resbalara ideológicamente el tema, no pude evitar extraer dos conclusiones. La primera, que no podía pasar de esto, aunque me diera pereza. La segunda, la independencia necesitaba otro grito, otro eslogan que no parezca salido de un logopeda. Y paseando por la calle advertí que la habían convertido en el escenario de un torneo medieval con miles de banderolas ondeando al viento, ilustradas con fotografías de los candidatos que tienen más Photoshop que la boda de Julitojosé Iglesias en el ¡Hola!. Qué mal cerca tienen todos, madre mía, y qué caras más de cartón piedra me lucen, como recién salidos de una gastritis pero morenos, eso sí, que el brushing sale gratis.
Y me planteé una pregunta: ¿De qué me independizaría yo como ibicenca? Sin dudarlo, como un fogonazo del DeLorean viajando en el tiempo, me vino la palabra mágica: MALLORCA. Nos mangan el dinero de promoción turística y, cuando nos lo montamos por nuestra cuenta, se mosquean. Si nos zurra un cáncer tenemos que acumular Puntos Iberia para que nos lo traten. Nos trincan el dinero que aportamos a la “comunidad” y nos devuelven miguitas, alpiste para el loro. ¿Qué somos Eivissa y Formentera para Mallorca? ¿Las primas guapas y tontas? Ponemos el dinero y callamos. Aunque no supieron bautizar al tándem con tanta genalidad, nuestros políticos son los inventores de la puta i la Ramoneta, porque sacan pecho pichón cuando están en las Pitiüses, pero es pisar suelo mallorquín y acabárseles los superpoderes. No somos una Comunidad Autónoma más que en el DNI, que se entere todo el mundo, que cuando nos preguntan de dónde somos nadie responde “balear”, un gentilicio tan ficticio como “klingoniano”. Ni quatre illes, ni un país, ni, válgame dios, cap frontera, porque esto último es un grave insulto al Mediterráneo que nos da de comer.
Acabé mi momento Juana de Arco deleitándome con el gustito que me provocaría sacudirme a Mallorca de los hombros. Vecinos sí, y nos prestaríamos tacitas de sal si fuera necesario, pero no follamigos, y menos si siempre somos nosotros quienes ponemos la cama. Pero después pensé que si montásemos un referendum, llenaríamos nuestras calles con los caretos de los políticos pitiusos y, ay, me volvió a subir la grima por la planta de los pies.