Ben Clark / Esta semana se han pirado al espacio dos hombres, Douglas Harley y Robert Behnken. Dos hombres dichosos. Dos hombres con suerte. Ya me hubiera gustado pirarme a mí también. Me hubiera encantado irme, decir allí os quedáis, con vuestra violencia y vuestra tontería y vuestro empeño en comportaros como idiotas. Qué gusto dejar atrás la Tierra, oye. Pero tendrán que volver, en algún momento, a ese país cruel que es Estados Unidos y yo tendré que volver, en un momento dado, a pisar Ibiza, tierra sin ley, si quiero visitar a mis padres. Pero no tengo ganas. De ver a mis padres sí, claro, pero de lo que no tengo ganas es de compartir espacio con los irresponsables que han aparecido en el ya tristemente célebre vídeo de los tambores de Benirràs.
Hay dos o tres personas que leen esta columna y que no viven en Ibiza, así que, por cortesía, les voy a explicar un poco en qué consiste esto de los tambores de Benirràs. Benirràs es una cala de Ibiza. Una cala pequeña y bonita. Una cala donde hubo un terrible incendio en 2010 que duró doce días y que puso a un montón de gente en peligro y se cargó un montón de bosque. Antes de 2010 ya se celebraba la gran fiesta de los tambores que reunía a miles de personas en la playa, llenaba la carretera de coches y provocaba una situación bochornosa y peligrosa. ¿Cambió algo después del incendio? No. ¿En qué consiste, entonces, la “fiesta”? Consiste en que un grupo de personas tocan los tambores (los bongós) los domingos mientras se pone el sol y mucha (mucha) gente se reúne a ver el espectáculo insólito del sol que baja, que se esconde como lo hace cada día. La gente siente una conexión con algo, no se sabe muy bien qué, y el aire huele a un tabaco muy raro. En eso consiste la fiesta.
Me ha dado mucha vergüenza ver el vídeo. Una vergüenza muy particular. Es la vergüenza que te entra cuando ves a un amigo o a una amiga haciendo el ridículo, es la vergüenza ajena que no es tan ajena, porque es propia, porque viene provocada por gente que considerabas, en cierta forma, parte de ti. El problema no ha sido reconocer a muchos rostros en el vídeo, el problema ha sido reconocer, en su presencia en esa “fiesta”, su absoluta y total falta de coherencia, su absoluta falta de amor por la isla, por los demás, por nosotros. Quiero ser muy claro en este punto: todas las personas que aparecen en ese vídeo, todas, desprecian Ibiza y son, por lo tanto, despreciables, incluidos, desde luego, los percusionistas, que en Facebook se lamentan de no tener la culpa, de la irresponsabilidad de la gente que se acumulaba alrededor de los tambores. ¿Y qué esperabais? ¿Era tan difícil esperar unas cuantas semanas más?
Quiero ser muy claro en este punto: todas las personas que aparecen en ese vídeo, todas, desprecian Ibiza y son, por lo tanto, despreciables, incluidos, desde luego, los percusionistas
El desprecio de estas personas hacia Ibiza y, en cierta forma, hacia todos los que hemos respetado durante meses esta cuarentena, se expresa, sobre todo, en su actitud soberbia y desvergonzada, en su convicción de que “aquí no pasa nada”. Ibiza estaba en ese momento en Fase 2. Fase 2. Hay que repetirlo. Fase 2. Esto permite reuniones de 15 personas como máximo, ya sea en domicilios, en los bares y restaurantes, o en zonas abiertas, playas incluidas. Al discutir, por WhatsApp, con algunas de los descerebrados presentes, su respuesta ha sido: “En Ibiza no hay contagiados”. Me alegra mucho saber que tengo a expertos en salud pública a mi disposición por WhatsApp, la verdad. Qué tranquilidad: gente que tiene información de primera mano y la certeza absoluta de que no hay contagiados en Ibiza y que saben, por lo tanto, que no hace falta utilizar mascarilla en situaciones de aglomeración (busquen, busquen en el vídeo una sola mascarilla, una sola).
Una vez un amigo me explicó con una frase ingeniosa la dinámica de fumar porros en grupo: “el porro no se pide, se pasa”. Pues amigas, amigos, el virus no se pide, se pasa, se pasa sin que te des cuenta, sin avisar, se pasa cuando crees, precisamente, que no pasa nada.
Esta noche Douglas Harley y Robert Behnken observan, desde la ISS, la apacible faz de su país, levantado en armas contra el racismo. Puede que, en un momento dado, pasen por encima del viejo Mediterráneo y se fijen en la pequeña anécdota del mar donde yo nací, donde viven mis padres ancianos. Puede que piensen “qué bien poder aterrizar allí, en una playa, lejos de la violencia y del dolor”.
Llevo varias semanas quejándome aquí de los fondos de capital riesgo y de las fuerzas oscuras de la economía que buscan abrir, cuanto antes, las pitiusas al mundo. Llevo varias semanas apuntando un dedo acusador a las discotecas, a los poderosos dueños del ocio nocturno. Pero ahora me doy cuenta, con horror, de que el enemigo estaba en casa.