La alondra cruzaba las numerosas iglesias hábilmente cercadas por espacios dedicados al ocio pasivo y de algún que otro complejo industrial que se diferenciaba a lo lejos.
Pero esa misma tarde aconteció algo inusual en los bulevares y tal vez en el interior de las residencias: la multitud daba brincos y sus caras mostraban beatitud. Brincaban unos mineros aquí, brincaba una anciana allá.
Se posó la alondra sobre un alero y, sorprendida, examinó el nuevo quehacer de la ciudadanía. Su asombro fue mayor cuando vio que los servicios de urgencias, como bomberos, aunque insistían en su profesionalidad, no sofocaban los incendios sino que los avivaban aún más, pues era enormemente difícil controlar la manguera dando brincos.
Los cuerpos de seguridad, por ejemplo, que en anteriores lances ayudaron a los ciudadanos, en ese instante mostraban sus flaquezas más humanas, pues ver un colectivo del mismo color brincando, abrumaba todavía más.
Unos metros más arriba, la reunión de aves era ya palpable y preocupados por su futuro, razonaron sobre lo divino y lo demoníaco.
– El amor!!!!
corearon unas golondrinas tapándose los ojos con sus alas.
-Su origen es la lengua.
aseguró la alondra.
Los eruditos del lugar se reunieron y concluyeron de que la causa de tan insólito brinco procedía de la poca apertura sexual de los aldeanos.
Descubierta la fuente de la casi quiebra del país, se debatió en los mejores centros del saber la génesis del amor.
Venía una próspera época para las academias. Ahora se antojaban con mejor fausto y tersura. Los más jóvenes se formaban en una disciplina llamada «El amor en la economía». Existió una generación, como os digo, que estudió hasta la senectud las consecuencias del amor a largo plazo.
Cuando por fin la sociedad utilizó mejor la razón y dio el espacio al amor en su justo peso, ésta se renovó. Un moderno y competitivo país clareaba en el horizonte. Los miembros de tan deseada comunidad, pionera en amores vigilados, avanzaron como los vehículos de tracción: juntos y sin tocarse.