Raúl Medrano / Hace 19 años, servidor pisó por primera vez el Festival Internacional de CinemaFantàstic de Catalunya, Festival de Sitges para los amigos. Porque allí, en el lejano octubre de 2001, con el polvo en el World Trade Center todavía en el aire, con imágenes de Manhattan más turbadoras que cualquier película retumbando en nuestros cerebros, nació una bonita amistad. La mía con un certamen al que he acudido ya veinte ediciones.
El debut fue con una pequeña producción francesa, de la que muy nada, o muy poco, se sabía, en una sesión a la hora de la siesta, de esas que tras el vino peleón del menú de mediodía de Can Xavi l la Cañateca del Prado, invitan a echar una cabezadita. Su título, eso sí, sonaba bonito, un pareado que, curiosamente, acabaría desapareciendo del póster definitivo: Le fabuleux destin d’Amélie Poulain. Sí, Amélie. Emojis de aplausos y corazoncitos.
Casi dos décadas después, la pandémica realidad ha vuelto a golear a la fantasía del Festival. Festival que, por primera vez desde su creación en 1968, ha corrido peligro real de no celebrarse. Lo que no consiguieron ni la censura franquista, ni el 11-S, ni el ébola, ni la declaración de Indepencia más breve de la historia tras el 1-O, estuvo a punto de ocurrir: dejarnos sin Sitges.
De hecho, aún hoy, cuando la 53ª edición ya agoniza, y con el fantasma del pseudo-confinamiento de vuelta en Catalunya, hay quien alucina de que el certamen siga en pie. Cuando quieran ponerse de acuerdo en si conviene cancelar o no habrá echado el telón, nunca mejor dicho. Minuto 85, Festival 1 –Pandemia 0.
Superados los miedos (pocos, al fin y al cabo hay que vivir) cogimos el avión y para allá que fuimos. No hicieron falta ni cinco minutos para ver que este año todo es diferente, todo es algo más… gris. Podría caer en el tópico de la distopía, pero está ya algo sobado, e imagino que están hartos de leerlo.
Todo es un poquito menos este año. Menos películas, menos pases, menos hoteles abiertos (de eso sabemos en Ibiza un rato), menos acreditados, menos entradas vendidas, menos invitados de campanillas (nacionales, pocos; extranjeros, casi ninguno), menos ambiente en la calle. No todos los menos son malos. También hay menos cabezas que tapan los subtítulos de esa película rusa (distancia de seguridad mediante), menos colas y menos tiempo de espera en los restaurantes. Y en los baños. El que no se consuela es porque no quiere.
La COVID-19 también ha podido con un clásico del Festival: la Zombie-Walk, en la que miles de personas se paseaban por las calles del bonito pueblo barcelonés cual muertos vivientes. Este año ha sido más bien la Mascarilla –Walk. La tropa negacionista nos llamará también zombies aborregados; pero eso es otro debate, que aquí hemos venido a hablar de cultura.
La Zombie-Walk […] ha sido más bien la Mascarilla –Walk. La tropa negacionista nos llamará también zombies aborregados; pero eso es otro debate, que aquí hemos venido a hablar de cultura.
Cultura, sí, porque al finales de lo que se trata. Del empeño de la organización y del entusiasmo del espectador por salvar el cine. Que sí, que todos pagamos Netflix o HBO, pero para los que peinamos canas no es lo mismo. Entras a la sala, se apagan las luces, aparecen el King Kong y los aviones y la iglesia y el mundo se para. Los que hayan estado alguna vez saben de lo que hablo.
Para un ibicenco ir al Festival es aún más especial. Es poder ver en salas películas en V.O. que jamás se estrenarán en nuestros cines. Bueno, muchas, jamás se estrenarán en ningún sitio. Que hay de todo, y no todo bueno. Pero de cine propiamente dicho hablaremos otro día, en la segunda parte.