Oti Corona / Imaginen una niña. Puede llamarse Julia y tener unos siete años, el pelo largo y los ojos oscuros. Supongamos que cursa segundo de primaria y que suele asistir a clase despeinada y sucia, a veces con agujeros en los sobacos del jersey o en la entrepierna del pantalón. A Julia no le fue bien durante la cuarentena. Los niños, no lo olvidemos, han sido los únicos ciudadanos a los que se prohibió pisar no ya la calle, sino el rellano. Julia no podía subir a la azotea, ni sentarse un rato en la escalera ni bajar al portal. Los casi dos meses de encierro debieron ser para la pequeña una eternidad. Cuando aún no entendemos de calendarios, medimos el tiempo a nuestra manera: un momento, mucho rato, unos días, demasiado tiempo. Demasiado tiempo es casi seguro una expresión que usaría Julia si le preguntasen cuánto pasó encerrada.
Vive en un piso que no tiene terraza ni balcón. Por no tener, no tiene ni conexión a internet ni una triste ventana en su cuarto. No pudo conectarse a las reuniones por Zoom con su maestra y sus compañeros de clase. Una mañana llamaron de la escuela y le aseguraron a su madre que tratarían de conseguirle un ordenador con conexión a internet, pero ya ha pasado de curso y el ordenador aún no ha llegado. Julia no pregunta: sabe que a menudo los mayores hacen promesas que nunca llegan a cumplir.
Durante el confinamiento sus padres estaban más preocupados de lo normal y Julia iba con mucho cuidado de no irritarlos, porque tenían los nervios a flor de piel y se ponían a chillar por cualquier cosa. Había oído a su padre lamentarse por algo de unas becas, preguntándose si los críos no tenían que comer cada día cuando estaban encerrados. A Julia le daba miedo pasar hambre y de hecho, y aunque no quiso decirlo, se fue a dormir hambrienta algunas noches.
A las pocas semanas de confinamiento, y quizás para justificar el encierro severo que sufrían los más pequeños, se les calificó de “superpropagadores”, “contagiadores encubiertos” o “grandes contagiadores”, expresión a veces seguida de un tétrico “silenciosos”. Por un tiempo las personas que odian a los niños encontraron el caldo ideal para soltar sus soflamas sobre lo bien que estaban en casa encerrados y sin montar escándalo, empleando unos términos que se habrían considerado inadmisibles en caso de referirse a cualquier otro grupo de edad.
No me sorprendió que algunos pusieran el grito en el cielo cuando se permitió a niños como Julia salir de casa nada menos que una hora diaria. Aseguraron que habría un repunte de casos y, como si se acercara el apocalipsis, publicaron fotografías de familias paseando por avenidas y zonas verdes. Tacharon al Gobierno de cobarde, a los padres de irresponsables y a sus hijos de consentidos a los que nadie ponía límites.
Los adultos que aún mantenían su puesto de trabajo se fueron incorporando de manera presencial. A nadie le preocupó entonces quién iba a cuidar de los niños durante el horario laboral como no les había preocupado quién se estaba haciendo cargo de ellos en los largos días de confinamiento. Las escuelas seguían cerradas y el debate no era tanto el derecho a la educación de nuestros pequeños como qué haríamos con ellos cuando saliésemos a ganarnos el pan.
Con el fin del verano llegó la vuelta a las aulas. A las tareas escolares se había sumado la nueva responsabilidad de no propagar el virus. La parte buena es que la ciencia se había puesto, de nuevo, del lado de las autoridades y, si mientras convenía tenerlos encerrados en casa los estudios los trataban de grandes contagiadores, en septiembre Julia estrenó curso sabiendo que el virus la respetaba mucho más que a los adultos y que, de ponerse enferma, era poco probable que infectara a alguien.
Nuestros niños llevan desde septiembre soportando las clases con la mascarilla puesta toda la jornada, las ventanas abiertas a pesar del frío, el cuidado de no pasar de la zona de patio asignada, la responsabilidad de cumplir con unos horarios aún más estrictos que de costumbre y la tristeza del grupo burbuja. A todo esto se une que abrimos los centros educativos pero mantuvimos los parques cerrados a pesar de que no hay ninguna evidencia de que jugar en el parque suponga un peligro para la propagación del virus. Además, no se ha tenido en cuenta la realidad de cada barrio y lo mismo se han cerrado los parques de barrios enormes en los que se puede disfrutar de otros espacios como museos o plazas, que el único parque de un pequeño suburbio ubicado en un polígono industrial.
Los niños asisten entre la perplejidad y la resignación a cada una de estas situaciones. No se revuelven. No se quejan. No nos cuestionan. El temor a la enfermedad y a la muerte, el encierro, el aislamiento y la crisis económica en la que ya estamos inmersos les afecta desde hace meses. La Administración no ha reforzado los servicios de salud mental a la infancia como no ha reforzado apenas la Atención Primaria o la atención educativa.
A pocas semanas de las fiestas navideñas, nuestros políticos han puesto sobre la mesa la conveniencia de que los menores computen como personas. Si Julia hubiera leído los titulares se habría alegrado, convencida de que por fin alguien se planteaba tratarla como la persona que es: tendría comida caliente a diario, un piso con balcón, conexión a internet y un barrio con algo más que un parque cerrado.
Nosotros sabemos bien que ese cómputo no es más que un número para sumar hasta diez en las celebraciones familiares pero ojalá, ojalá, el próximo año nos traiga un cómputo real de los niños como personas y no como la patata caliente que han sido en los últimos meses, por no decir siempre.