En mi barrio hay una señora de mediana edad, no muy alta, con melena oscura y aire de despiste, que de vez en cuando pasea con una zapatilla en la mano.
También hubo una pareja feliz porque, después de quince años ejerciendo de taxistas de extraescolares, su hija escogió practicar deporte en un pabellón que queda a menos de diez minutos de casa. La alegría de la clase trabajadora reside en estos pequeños detalles: tener una hija, pagar una extraescolar, no pasarse la puñetera tarde dando viajes en coche.
El primer día regresó pletórica: de camino al polideportivo había conocido a un tipo bonachón, un hombre que la confundió con otra chica, una tal “Sira”. El pobre se disculpó en seguida por el error y, tras una breve conversación, averiguó qué deporte practica la niña y en qué lugar; también intercambiaron sus números de teléfono. No sean retorcidos, por favor. No existe mala intención por parte del sujeto. Necesitaba esos datos porque está grabando un vídeo divulgativo sobre el deporte femenino y justo, precisamente, ya es casualidad, necesita jovencitas de la disciplina que practica mi hija.
En cuanto acabó de explicarnos su encuentro con el lobo feroz, le pedimos que nos diera su número y procedimos a llamarlo. A pesar de nuestra insistencia y de probar suerte desde varios móviles, no conseguimos contactar con él. Ella insistía en que somos unos exagerados, que era una bellísima persona y que no hacía nada malo.
Claro que no, cariño. ¿Qué puede tener de malo que un hombre increpe a las quinceañeras que van solas por esos caminos de Dios y les diga que quiere grabarlas en vídeo? ¿Para qué iba a preocuparse por reclutar a las participantes de la supuesta grabación a través de los encargados del centro de deportes, si puede abordarlas por la calle y hacer los tratos directamente con ellas? Ay. Socorro.
Total, que nos tocó explicarle por enésima vez lo de los pedófilos y enumerarle los motivos por los que ese individuo querría grabar una cinta con menores. Y no, ninguno tiene que ver con el deporte. A continuación acudimos a la policía, que ahora tiene el número de teléfono y la foto de perfil de nuestro amable conciudadano. Cómo no, los agentes nos recomendaron que no dejásemos que la chiquilla fuese sola al pabellón.
Ya ven qué poco nos ha durado la alegría. Resulta que no es seguro que una cría recorra una distancia de quinientos metros desde su casa, a media tarde y por un camino que habitualmente transitan ciclistas, señoras que salen a andar y paseadores de perritos. Lo que sea –hay incluso runners– menos chicas solas. A ese nivel estamos.
Yo no acompañaré a mi hija a su extraescolar. No le transmitiré el mensaje de que el espacio público no le pertenece tanto como a sus amigos varones. En cambio, tiene mi permiso para ser maleducada con los extraños que la aborden por la calle. Le he dicho que puede gritarles, insultarles y escupirles si lo considera necesario. ¿Corre el riesgo de ofender a alguna buena persona? Quizás. En cualquier caso, el daño será siempre menor que el que podría ocasionarle a ella un pedófilo asqueroso.
Por otra parte, a veces monto guardia por si me cruzo con el amiguete. La policía nos pidió que les avisáramos inmediatamente si volvíamos a verlo por la zona y esa es, desde luego, mi primera intención. Sin embargo, sé por experiencia que los impulsos maternales son difíciles de contener, por lo que nunca salgo a patrullar sin mi zapatilla.
¿La señora del primer párrafo? Sí, soy yo.