Ese fue el primer impulso: lanzar una diatriba contra el día del libro, contra la hipocresía que alimenta a una industria que, según Statista, en 2020 vendió alrededor de 165 millones de libros (de los 181,5 millones de ejemplares editados en España). Celebrar el día del libro no es celebrar el día de la lectura. Si hubiera un día dedicado a la lectura, un día no laborable en el que todo el mundo pasara la jornada leyendo (por fin) uno de esos 165.000.000 de libros que adornan nuestras estanterías, nuestras bibliotecas y nuestras mesillas de noche, al país le daría un sopitipando y los editores se tirarían por la ventana. Sobredosis de cultura; crisis aguda en la industria del libro, dirían los titulares. La cosa consiste en comprar, no en leer. Un país en el que cada habitante hubiera leído esa semana, ese mes, ¡ese año!, un libro. ¿Sería un país mejor? No creo, pero nos ayudaría a localizar los pueblos con verdadera devoción por Faulkner y los pueblos con verdadera devoción por Paz Padilla (y los primeros serían bastante más divertidos que los segundos, de eso estoy seguro), y eso ya sería un avance. Por otro lado, un país en el que todo el mundo hubiera leído, por lo menos, un libro, quizá fuera un país donde sentir verdadera devoción por Faulkner no fuera un chiste, pero bueno.
Contra el día del libro porque es todo mentira: las listas; las cifras; las segundas y terceras ediciones (“me avisan desde la editorial que ya está en marcha la segunda edición de mi libro” —pero se te olvidó comentar el número ínfimo de ejemplares de cada “edición”, que los libros “colocados” no son libros vendidos…); las fajas; los tuits; stories; los amigos recomendando a los amigos; las amigas recomendando a las amigas… Algo huele a podrido en el mundo del libro (la frase original, por cierto, constituye una traducción regulinchi, en mi opinión, de Something is rotten in the state of Denmark, así que es idónea para representar la perversión del mundo del libro: nociones más o menos equivocadas que se perpetúan una y otra vez, que damos por buenas porque ya nos hemos acostumbrado a su sonoridad, nos hemos adaptado a su mecánica repetición, a la voz enlatada del megáfono en la Feria del Libro de Madrid que anuncia a la nueva autora revelación, al nuevo poeta con miles de seguidores en Instagram. Y salimos a comprar la novela de la autora, y le damos al botón de seguir en el colorido perfil del muchacho, y gira la rueda y dormimos como angelitos, con todas las novedades que han recomendado les influencers descansando en paz sobre la mesilla de noche, junto al móvil que acabamos de dejar).
Y estas cosas pensaba, iracundo y dolido por el advenimiento de un día del libro postpandémico sin que nadie hubiera reclamado mi presencia en ninguna mesa de firmas, cuando me adentré en el Jardín Gulbenkian, en Lisboa. “¡Todo es mentira!” mascullaba, loco, después de leer en el taxi un tuit donde un autor agradecía, aparentemente sorprendido, la cuarta edición de su ópera prima, y entonces me abofeteó la madreselva y la belleza.
Llegué al parque Jardín Gulbenkian por un libro llamado igual. Si no existiera el libro, es probable que no hubiera conocido el jardín y el jardín, por lo tanto, no existiría. El libro, un poemario, lo publicó Juan Antonio González Iglesias en 2019, en la Colección Visor de Poesía, y, como todos los poemarios de González Iglesias, Jardín Gulbenkian contiene versos cuya lectura, paradójicamente, anima a dejar de leer para salir a perseguir la liturgia del mundo. Este jardín, esta “forma estructurada de la esperanza”, como dice el poeta, fue aniquilando, poco a poco, mis argumentos en contra del día del libro a base poblados rincones ideales para la lectura. Allí estaban, en silencio: jóvenes, ancianos, con traje y con equipación de runner. Parecía como si / me quisiera gastar el destino una broma macabra. Todo el mundo leyendo. Libros. Esas cosas que en España sólo compramos. Allí se los leían.
Empezó a nacer en mí una forma estructurada de la esperanza: los lectores existen, pero no hacen ruido, están en silencio con sus libros –algunos nuevos, muchos otros recomendados por el único influencer que vale: el tiempo–, están en los jardines de Gulbenkian del mundo, en los espacios públicos y privados que crecen fuera de las redes sociales, fuera de la ruleta rusa a la que juegan constantemente los grandes grupos editoriales, fuera de los platós de la televisión. “He aquí el movimiento que desplaza los límites” dice el poeta, y allí, espiando a los lectores en medio de la naturaleza urbana, pensé en esta quietud y en todo el movimiento que contiene, en la fuerza de esta docena de lectores repartidos por un jardín en Lisboa. ¿Habría una docena de lectores en ese mismo instante en el parque del Buen Retiro, en el parque Güell? Quise creer que sí, me obligué a afirmar que sí, como mínimo, porque, si no, nada de esto tendría sentido, sería sólo lo que parece que es: una huida hacia adelante en busca de la gallina de los seguidores de oro. Y me quedé allí, en ese jardín, pensando y viendo a los árboles crecer mientras resistía la tentación de sacar el móvil porque, la verdad sea dicha, no me había traído ningún libro para leer.
Ben Clark