Abordó con seriedad su vida un día después de que muriera su mascota, pues tan sólo le quedaba una década para que él también muriese y ahora el significado de su vida le atemorizaba.
Posiblemente una década era poco para mejorar lo vivido y, pese a eso, sus dudas persistían. Se preguntó qué era el tiempo y cómo disfrutarlo mejor. ¿Qué le daría sentido ahora si alguna vez su vida lo tuviera?
Ocurrió que su última mascota, el loro, que era un buen conocedor de la finitud, vocalizó una mañana su nombre más despacio de lo habitual y Serafín vió el significado: Será-fin. El fin ya viene. Ahí residía el significado. El sentido de la vida no se hallaba en la etimología hebrea sino en el vivir el momento y ser feliz.
Como algunos desventurados que buscan su casa sin encontrarla, Serafín buscó la felicidad entre callejas y plazuelas logrando dormir al caer la noche en las zonas ajardinadas de la ciudad, topándose, eso es, con la belleza después.
Aprendió pronto Serafín que la belleza es frágil y que los tulipanes y las estrellas no le proporcionaban el manto que cubriera su gran humanidad pero esa calidez que rastreaba la encontró, al final, cerca de una enorme farola.
Su vida hasta ahora no fue más que una sombra de entre muchas sombras. Sombras que desaparecen en la noche y que, con perseverancia, sólo algunas vuelven a tantearse en las luces que al amanecer se perderán una vez más.
No fueron los cuentos de hadas lo que desviaron la vida de Serafín o que no supiera ver más. Ni el cansancio tampoco. Basta decir que su vida dejó de importarle.
Esas colinas en la niebla que le llenaban de misterio, una ramita que oscila sin verse la avecilla, las iniciales de un hombre que mueren en cruz de madera… mas ya no vio.
Pocas debieron ser aquella fría noche las manos que buscaron algo de calor más allá de sus casas. Menos aún las que, guiadas por un bastón, alcanzaron una ayuda para dejarse caer en cualquier lugar y únicamente dos las que sin verse se conocieron al calor de una farola.
Jaume Torres