Un poco antes de que el viento venciera a la hoja y rompiese el silencio al caer, una luz roja rodeaba el pinar y fue cuando del bosque oí por primera vez el canto aflautado del mirlo.
Lejos del, a veces, sonido monocorde del pueblo, entré en un diálogo de sonidos: el canto delicado del ruiseñor, el dulce timbre del jilguero y las melodías de los canarios.
La belleza se recogía en ese instante y en ese mismo lugar. Y la luz. El suave naranja del atardecer, los cálidos marrones y algún violeta frío, colores que más tarde arreglaría en la paleta para que se pareciera un poco más al color natural.
Del claro del bosque me alcanzaba el aroma del romero quemándose en la hoguera. Del tomillo y de la lavanda. Ya había transcurrido demasiado tiempo sin que viese una hoguera y ahora mi mente, agitada por el recuerdo que despertaba el aroma, me conducía al campo donde jugábamos sin apenas recordar lo que en su día fue el jardín.
Se percibía un inusual nerviosismo en las aves. No era el vuelo que vi tantas veces en tantos lugares, más bien su vuelo me indicaba ahora hechos que pronto sucederían.
En mi mano sentía el corazón de mi amiga. Su empuje para mostrarme lo que en su día vio. Su alegría de avanzar para que me sintiera tan satisfecho como ella se sintió y dar gracias a la vida.
No le había desaparecido aún la sonrisa que le originó una mariposa, cuando pensé que llegábamos al claro y allí detenernos, pues su pulso era ahora más revelador en mi mano.
Creo que pocos esperaban encontrar descalzos a los músicos de la banda ensayando en aquel lugar, pero al poco, continuamos caminando. Llenó la sonrisa su cara y cruzamos el claro del bosque ahora con más fuerza que antes y alzando una rama con sus cinco años, me mostró satisfecha, la estrella, la estrella que sólo quizás, yo le enseñé un día.
Esas palabras que pronto se llenarán de sonido.
Esos sonidos que tantas emociones avivaron. Esa rama que oscila sin verse el pajarillo. Ese misterio de la vida siempre tan cercano.
Por Jaume Torres