@D.V./ Quizás el silencio sea la experiencia más extravagante y, a la vez, arrebatadora y extrema que pueda afrontar el hombre moderno. El silencio es, junto con la oscuridad, dos de los monstruos eternos y atávicos que nos persiguen desde que hace miles de años abandonamos la cueva. Hay que tenerlos muy bien puestos para afrontar el silencio. El silencio provoca locura, estados alterados de conciencia, arrebatos místicos y experiencias paranormales. El silencio nos obliga a estar sólo con nuestros pensamientos, a escuchar únicamente el ruido de nuestra maquinaria corporal y a tomar conciencia de todos y cada uno de los pensamientos que atraviesan nuestra cabeza. No es fácil el silencio, no es una experiencia cómoda. El silencio es una experiencia transformadora del qual se sabe cómo se entra pero no cómo se sale, y lo sé por propia experiencia como persona que siempre ha sentido un pánico atroz al silencio, que identifico como algo parecido a la muerte. Para mí, que siempre he dormido con la radio encendida, que nada más entrar en casa enciendo el televisor para tener un “ruido de fondo”, que he relacionado siempre el silencio con la paz de los cementerios, el silencio ha sido un fantasma familiar, un monstruo doméstico que me ha acompañado desde la más tierna infancia.
Dada estas circunstancias, cometí un acto de transgresión cuando empecé la lectura de ‘Viaje al silencio’ (Alba Editorial, 2009), un absorbente libro de la británica Sara Maitland. En este volumen se nos narra la odisea de la escritora que, tras una crisis personal, decidió adentrarse en los pantanosos abismos del silencio hasta el punto de instalarse en una casa en la isla escocesa de Skye, a una veintena de kilómetros de cualquier otro núcleo habitado. En su retiro, Maitland constata que el silencio es imposible porque, cuando uno se adentra en el silencio, empieza a oir ruidos imaginarios. Así, Maitland relata cómo en su cabaña le parecía oir voces, pasos o golpes abruptos que sólo eran fruto de su imaginación. La soledad y el silencio tensan nuestros nervios y ponen a prueba todos los resortes de nuestro cerebro. El silencio es un terreno pródigo para misticismos y arrobamientos, la casa del alma de San Juan de la Cruz o Santa Teresa de Ávila. Insisto, hay que tenerlos muy bien puestos para afrontar el silencio. Debo decir que la propuesta de Maitland es tan perturbadora que no tuve arrestos de terminar su libro, aunque lo recomiendo encarecidamente.
Todavía me rondaba ‘Viaje al silencio’ por la cabeza cuando, mientras preparaba este libro, pensé que sería muy interesante buscar un espacio idóneo donde buscar el silencio. Encontrar, en la Península, un océano de silencio y soledad. Encontrar un paisaje inmóvil, congelado y de espaldas al sinsentido del mundo. Mi destino, sin duda, se encontraba en la provincia de Soria. Había leído no-se-donde que Soria era una de las áreas más despobladas de todo el continente europeo, y que los municipios del sur de la provincia tenia una niveles de vacío comparable a las soledades polares. Me puse manos a la obra y eché un vistazo a la densidad de los pueblos sorianos de la comarca del Burgo. Veamos… Recuerda (¡¡¡que nombre más sugerente!!!), noventa habitantes registrados y una densidad de 1’34 habitantes por kilómetro cuadrado. Repetid este dato y reflexionad sobre él: 1’34 habitantes por kilómetro cuadrado. Son muy pocos. Carrascosa de Abajo, 28 habitantes, 1’19 habitantes por kilómetro cuadrado. Fresno de Caracena, 28 habitantes, 1’67 habitantes por kilómetro cuadrado.
Es muy difícil encontrar en todo el continente europeo registros parecidos. Por ejemplo, si nos dirigimos a la perdida isla de Skye, en Escocia, la densidad es de 5’57 habitantes por kilómetro cuadrado. Es necesario alejarnos más, viajar hasta el círculo polar ártico, la provincia más septentrional de Noruega, Finnmark, que alcanza los dos habitantes por kilómetro cuadrado. A 40 grados bajo cero y aún tiene más habitantes que Soria. Vayamos a la Laponia finlandesa y encontraremos una densidad de 1’90 y tenemos que adentrarnos en la soledad más abisal y absoluta de la provincia de Härjedalen, una extensión de montañas, lagos, bosques profundos surcados per estrechas carreteras que no llevan a ninguna parte: un paraíso de congelado de sólo 0’89 habitantes por kilómetro cuadrado, al igual que la Laponia sueca, con una densidad de 0’88 habitantes, donde disfrutar de las auroras boreales y de las aterradoras temperaturas de -45º sin nadie que nos moleste.
No es necesario irse a los confines de la tierra para encontrar niveles siderales de soledad y silencio. El silencio también está dos horas y media en coche de Madrid. Miré en el mapa y marqué el sur de Soria con rotulador y, mientras buscaba información sobre la zona me encontré con mi destino: Caracena, el pueblo donde termina la carretera, los confines del silencio, el punto de no retorno definitivo, un lugar donde al final del camino aparece milagrosamente una ignota joya del románico y, si se sigue por un camino de tierra aparece, en medio de la nada, un inexplicable castillo. Caracena, el pueblo que nadie conoce en el ojo del huracán del silencio.
Se puede acceder por carretera a esta área a través de la SO-160 desde El Burgo de Osma, o partiendo de Berlanga de Duero. Ambos pueblos son excelentes puntos de partida: El Burgo tiene un centro histórico espectacular, se come como los ángeles y, además, es el lugar que vio nacer a Jesus Gil y Gil, dato importante para todos los amantes de los bizarre; Berlanga cuenta con un castillo de película y, por circunstancias que no vienen al caso, fue el punto de partida de mi viaje. En el bar de la Fonda Los Leones de Berlanga, uno de los puntos de reunión habitual de los hombres que no tienen prisa en volver a casa ni encontrarse a su señora, intercambié algunas impresiones con los parroquianos.
-Tengo entendido que muchos pueblos por aquí están quedando vacíos…
-Bueno, muchos núcleos se han despoblado, sí – me comentó el típico señor con la copa de licor y el palillo entre los dientes – Hace poco fuímos con la cuadrilla a dar una vueltecilla por Cabreriza, que está por aquí cerca, y vimos que se habían llevado las campanas de la iglesia. Se aprovechan que el pueblo está vacío para llevarse cosas.
-Quizás si se han llevado las campanas es que serían de cobre, que ahora se paga caro.
Se añade un viejecito en la conversación y se abre el debate sobre de qué estaban echas campanas de la iglesia, que seguramente eran de bronce, y sobre qué material suena mejor. Luego me preguntan qué pienso visitar y les comento que el pueblo de Caracena –se quedan pensativos y dicen que no con la cabeza, que nunca han estado allí– y que antes me pasaré por el castillo de Gormaz, que me coje de camino.
-Al castillo de Gormaz le recomiendo que no vaya porque eso es perder el tiempo. Vamos, que una vez estuve allí y, vamos, que eso son piedras viejas. Que si castillo para arriba, que si castillo para abajo, pero luego subes allí arriba y no hay nada… sólo piedras viejas tiradas por el suelo.
-¿Y qué me recomienda?
-Mire, en dirección a Almazán encontrará usted la ermita de San Baudilio, una iglesia preocisa, espectacular, muy bonita, todo el mundo vuelve encantado. Bueno, eso es lo que dicen la gente de Madrid que viene aquí a visitarla, porque yo tengo la finca agrícola a dos kilómetros de la ermita y todavía no he ido nunca. Suele suceder, ¿sabe? que lo que tienes al lado no le das importancia. Pero vamos, que la gente que la ha visto dice que está bien, pero tampoco sé que le pueden ver a eso.
-Piedras viejas, vamos…
-Pero para castillo bonito el nuestro, el de Berlanga. ¿Lo ha visto? Un castillo bonito. Pero si le digo la verdad, sólo habré subido al castillo un par de veces, y eso que está aquí al lado…
No pude acercarme a San Baudilio -aunque me consta que es un lugar extraordinario– porque mi camino al silencio me llevaba por la carretera SO-P-4137 en dirección a Recuerda. Antes de iniciar el relato debo señalar que este viaje lo realicé en verano, lo cual tiene una ventaja pero también un inconveniente: en verano la Junta de Castilla y León abre las puertas de las ermitas románicas y ofrece un servicio de visitas guiadas, con lo qual podemos disfrutar al máximo de este extraordinario patrimonio artístico. El inconveniente es que en esta época, principalmente en agosto, muchos de sus ex-habitantes vuelven al pueblo para visitar a los abuelos y devuelven algo de vida a esta zona, con lo que es más complicado alcanzar un punto absoluto de silencio como el que se consigue en invierno, cuando la naturaleza se detiene y parece que el mundo haya dejado de girar.
Prosigamos. Justo antes de llegar a Recuerda hay que tomar un desvío a la derecha en dirección a Gormaz. Sobre un cerro rocoso se dibuja la silueta del castillo. Atravesamos campos de girasoles. El paisaje es magnífico. En el pie de la montaña encontramos el núcleo habitado de Gormaz, que actualmente cuenta con diecinueve habitantes registrados; también hay un elemento del paisaje que, a partir de ahora, nos resultará familiar: las viejas casas de piedra y adobe en ruinas, con el techo hundido y las vigas de maderas del techo quebradas y enterradas bajo una nube de tejas y ladrillos, como si las casas hubieran implosionado, se hubieran suicidado, hartas de su soledad.
En el centro del pueblo encontramos algunas señales de vida: un grupo de viviendas que parecen habitadas, dos coches aparcados y un bar que está cerrado pero que publicita los saturios, “pastas sorianas artesanas”. En la plaza se alza el rollo, es decir, el poste que antiguamente se ubicaba en el centro del pueblo y que era el lugar donde se impartía justicia, es decir, donde se realizaban las ejecuciones. Debemos recordar que estamos en una zona de frontera y que durante trescientos años, vivir aquí era algo sólo apto para aventureros, el equivalente a lo que sería el far west. Para faorecer la repoblación de estas áreas, los reyes de Castilla impulsaron las Comunidades de Villa y Tierra, es decir, los pueblos de hombres libres que, a cambio de colonizar un territorio, se convertían en pequeños propietarios y no dependían de ningún señor feudal. El símbolo de esta independencia era el rollo, un elemento que nos indicaba que esta villa se autorregulaba e impartía justicia por sí misma. Estas Comunidades de Hombres Libres han entrado a formar parte de cierta mitología medieval castellana y, como todos los mitos de frontera, están impregnados de romanticismo.
Gormaz fue en su momento una villa pujante y populosa, con Dios pero sin Amo, y su esplendoroso pasado contrasta con el agónico presente. Cuenta una leyenda que un visitante que no recibió un trato hospitalario por parte de los vecinos de Gormaz, maldijo al pueblo y deja esta frase para la posteridad: “Gormaz, si ahora sois treinta mil, seréis treinta nada más”. Maldito o no, Gormaz se mantiene, de momento, con su veintena de habitantes.
(Continuará)
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