Empiezo con Carlos Garrido: «Navegar hacia un arquetipo. En qué contadas ocasiones puedes poner proa a un lugar que es algo más que real. Meta-real. Una figura que sintetiza muchas otras. Y que, por ello, contiene la esencia de todas ellas. Que es modelo, y el resto imitaciones. Destino de sueños, presentido en imágenes a la deriva, figuraciones, quimeras. Una geografia que se encuentra en algún rincón de la enciclopedia del alma. Bajo otro nombre, pero en idéntica sustancia. ¿Cuántas veces podremos navegar rumbo a un lugar así? … Es Vedrà «.
La reina del pop, cuando vino a Ibiza a celebrar una edad, David Guetta aprovechó para proponer que grabaran un álbum juntos. Ella lo rechazó porque el Dj francés es Escorpio. Lo que sí hizo Madonna es alquilar un yate y hacer una foto de Es Vedrà, que es Capricornio y la posteó con el tuit; la Isla Bonita.
Para Vicente Guasch, disfrutar del verano es echar una siesta en una buena sombra sin que te molesten mucho las moscas. Por eso está confundido desde que hicieron unos círculos de piedra en el suelo en las explanadas que hay frente a “la roca” (que es cómo llama él a Es Vedrà). Con cierto tono hastiado me confiesa: «no paran de venir turistas y he tenido que poner una puerta a la pista que da a la casa para que no me llenen la finca de coches. Maldita roca, ni que la hubiera bendecido Jesucristo». A Vicente le cuesta entender que pueda gustar tanto la dichosa roca, ya que, hasta hace no tanto, era un simple corral de cabras. Nada que debatir.
Hubo un periodista alemán que afirmaba que es la isla más alta del mundo si se tiene en cuenta su estrechez. También alguien me aseguró que es donde nació la selfie.
Y un chamán predicaba que es un nido de almas robadas.
Otrora el Padre Palau encontró en Vedrà ese espacio litúrgico propio de una catedral. Fruto de la inspiración que le produjo Ramon Llull en sus retiros ascéticos y místicos de varios días, a veces semanas, allende la Tramontana, el padre Palau replicó la práctica en el islote sagrado donde también pudo mantener conversaciones con la Virgen María y de las que, además, dejó testimonio por escrito.
Un mediodía de invierno, comiendo un menú del día en el restaurante Katmandú de la calle San Vicente. En la mesa de mi lado ocho comensales, de entre veinte y cuarenta años, compartían sus experiencias de cómo habían sido abducidos por extraterrestres. Decían que en la misma explanada de los círculos de piedras, que tanto le gustan a Vicente Guasch, hay un “Software” con el que, a través de unos códigos (que, por lo que entendí, te los proporciona la líder del grupo), puedes acceder a ser abducido. Una chica con acento gallego y de unos veinte años decía haberse quedado embarazada en una de las abducciones y, en tono vehemente, aseguró que la líder le había dicho que quizás su criatura podía ser el elegido.
Lo que más me gustó de atender a esa conversación (aparte del pakora) fue el tono distendido, como quien habla del tiempo o de fútbol. Por lo visto, cuando eran abducidos, perdían la conciencia. Por eso no se acordaban de lo que había pasado en la nave espacial de turno con los extraterrestres, pero lo que sí que es cierto es que les otorgaba unas directrices que seguir sin vacilaciones en su día a día, que venían dadas a través de la líder. A Spielberg lo que le faltó fue poner ayahuasca en sus largometrajes, imagínate lo que sería ahora esa mesa.
En una crónica de mitad del siglo pasado se podía leer lo siguiente. «Hace años, llegaron unos alpinistas extranjeros provistos de toda clase de medios, con la obsesión de ganar la primacía de su escalada. Cuando lo consiguieron, tras una concienzuda preparación, dejaron sobre su cumbre, entre otras cosas, un espejo y una leyenda, conmemorativa de la gesta. El espejo podía admirarse, a los pocos días, en un comercio del Paseo de Vara de Rey. Lo había bajado un muchacho payés, que tuvo la curiosidad de ir a ver qué habían hecho por alli aquellos turistas, y subió, como lo hacía siempre que subía en busca de nidos de gaviotas: trepando, sin más medios que sus pies y manos».
Un día como hoy, si vas a ver el atardecer a la roca, la isla bonita, la catedral de Ibiza, te vas encontrar sin plaza donde aparcar, ya que el tumulto de gente procesando el acontecimiento del ocaso del sol es absolutamente desproporcionado.
Curiosamente es lo más pagano y anacrónico de la historia de la humanidad y cierto es que trasciende en el tiempo sin perder sus capacidades. Eso sí, hay una diferencia significativa que se percibe con respecto a aquellos fenicios y es que hoy hay teléfonos con cámaras. Es común encontrar de todo; albañiles, poetas turcos, pensionistas, camellos, Kelly’s embarazadas, ex presidiarios, diseñadores abducidos, profetas divorciados, la madona Lippi, estudiantes de la e.s.o., algunos famosillos e influencers, jeques árabes, asesinos en serie, extranjeros y también inmigrantes, pintores de brocha gorda, binarios y no, mocatrices, pilotos de avión, dona angelicata, seguramente algún dj y un largo etcétera. Todos reducidos al mismo apelativo, al mismo título, ahora todos son lo mismo; “Simples turistas”, simples turistas que llevan el teléfono con cámara para hacer lo que toca; la dichosa foto a la maldita roca, la misma foto que hacen todos, la foto tantas veces repetida que abruma, la verdad sea dicha.
El único que no, es Vicente Guasch: él ni lo uno ni lo otro, fíjate tú qué cosas.
Merece que termine con Carlos Garrido:
«Ahora comprendes el mensaje del Vedrà. Es la isla desierta de nosotros mismos. El peñal de nuestra tormenta. Un peligro que superar para llegar al otro lado».