Escuchó que la magia, mortecina venía y a decir verdad lo que a su alrededor vio así era y enterado de que la vida era magia quiso de nuevo descubrirla.
Tras unas rocas y después de unos años encontró otra vez la puesta de sol y miró al cielo apenas la noche apareciera para descubrir por azar que algunas luces lo cruzaban y también se perdían y acabado el día creó ver en la cara de un anciano el reflejo de su sonrisa que se gestaba.
Y la magia se manifestó con más fuerza un poco después. Una mano desconocida tocó los restos de una pared de piedra, rota de vieja, la tocó con los dedos algo curvados, cerrando casi la mano, como si acariciar quisiera a un niño y esa delicadeza que recogió en el interior de su mano le llegó a nuestro amigo para que fuese escudada.
La luna ese día se veía baja y anaranjada y mostraba unas enormes nubes que ocupaban gran parte del cielo. En las orillas del bosque bien conocidos eran aquellos caminos por el poeta que los recorría. Poeta que unía su sombra a la sombra de la noche, poeta que vivía como él deseaba y que escuchaba el rumor del agua en las tuberías que a la ciudad llegaban. Un poeta que narraba leyendas y cuentos de hadas y que invitó a entrar en el bosque a quien buscaba la magia ese día y con la luz de la luna observaron los dos la lluvia pegada en las hojas recordándoles que el invierno ya estaba. Y a través de las palabras del poeta observó un bosque cuyos habitantes eran animales y protegidos con lana oyeron los eventos cercanos y por la música que les llegaba se cuestionaron.
Y nuestro amigo que llegó al salón de la música con gozo y esperanza y a los que allí bailaban les dijo que la magia sí existía pero hallarla se debía y todos le escucharon pero continuaron bailando, pues la magia y ese mismo día, se hallaba en aquella sala.