Inquieta Helena alargó la manga de su jersey de lana con los dedos índice y anular al sentir una sensación de frío que recorría su piel. Frío que la advirtió de que ya no era la creadora del cuento sino su servidora y que lo estaba viviendo en el mundo real sin saberlo desde el capítulo cuarto. Miedo tuvo al ver cómo crecía su nueva vida pero, y aunque no era la heroína del cuento que ella misma escribió, sí sabía cómo acababa y empezó a gustarle.
Fue consciente de que era un personaje de su obra cuando el dolor que Helena escribió en el cuento fue el mismo dolor que en su vida cotidiana experimentara y supo también que aunque su vida no era bien suya, estaba bien resuelta a vivir este personaje por muchos dolores que padeciese.
Helena escribió del alma humana y quiso dibujarla, de modo que, provista de papel y atril, llegó al mercado de abastos para tal menester y si era cierto que el alma existía, también era cierto que pasaba tan rápida que no la veía. Al poco Helena pensó que el alma al ser divina no se encontraría entre el gentío y la buscó entre los vendedores que sonrientes le ofrecían la fruta de las huertas, según el capítulo que ella misma escribió.
De aquellos vendedores, Helena dibujó unas líneas de enorme interés para sus amigos pues consiguió plasmar unas sonrisas que parecían venir del mismo cielo gracias a una luz que cruzaba los ventanales y que al reflejarse en la cara de los vendedores, convertía sus sonrisas de inocencia en seres casi angelicales, sintiendo Helena al poco gran curiosidad hacia lo trascendente porque no sabía por ese entonces que la luz procedía de un club cercano y no del cielo.
Teniendo Helena ya la sonrisa presa en el lienzo, aguardó a que llegara la Navidad y, más aún, a que la feria iluminase la noche y que allí acudieran los niños con el brillo de la ilusión en sus ojos. Esa noche Helena vio diferentes intensidades de brillo, uno en especial que viera dos o tres veces en su vida y que siempre le sorprendió por el gran significado que le daban las novelas románticas, pero ese no era tal y no lo pintaría. Bastaba ahora el brillo de la ilusión y lo encontró en los ojos de una niña cuando fue invitada a entrar en el palacio de la feria y así lo pintó.
Inmersa en la búsqueda de un nuevo capítulo y entre sonidos humanos que no oía, cruzó el canto de un verderol que sí escuchó y como si se desprendiera de un sueño de pronto se vio rodeada de una familia de gatos y al verlos los integró en su dibujo como fondo.
-¿ Y el color ? ¡¡Se me olvidó describirlo en el cuento!!, pensó Helena mientras leía el capítulo quinto y se entregó inmediatamente a la búsqueda del color. Buscó una luz del atardecer bastante antes de que el sol se ocultase y esa luz que llegó a tocar con el pincel, que inundó las tierras, los árboles y las aguas se unió al blanco y negro del dibujo y ese día tuvo significado para Helena porque ella era parte de la creación y la creación se extendía más allá del dibujo y de los bosques y de las noches y también porque recién acabado el dibujo empezaba la Navidad y todos sus amigos verían su dibujo lleno de la luz natural del atardecer y que expuesto así quedaba en la pequeña plaza del pueblo.
Jaume Torres