Ivan, cuyo nombre recordará siempre a tierras más frías y a cúpulas de cebolla, notó la caída de su pelo antes de la siega del trigo y supo más de su país por un curso de idiomas que empezó a estudiar cuando ya prácticamente había perdido el flequillo y que, hoy por hoy, este mismo idioma es causa de riñas cuando es simplemente cantado en los teatros y otros espacios que deberían transmitir belleza.
Ivan, que vivía en una sociedad apartada de sus valores, dio más importancia a su felicidad que a los elevados niveles de ácido úrico que en su sangre se veían y se concentró mayormente en la búsqueda de la verdad, verdad que le proporcionaría una mayor dicha, que a las indicaciones que su médico le daba para reducir el consumo de bebida blanca.
Iván acudía regularmente a un equipo de psicólogos para determinar cómo estaba su producción de dopaminas y al notar un déficit significativo de estas hormonas tan felices, se le recomendó escuchar música, comer sandía y, principalmente, tocar a su mascota.
Ivan no vio, por las prisas, el principal río del país helado pues entró rápidamente en una tienda en la que su imagen quedó grabada en los sistemas de seguridad. Imágenes que registraron un intento de comunicación por medio de una pequeña caja de cerillas con los colores de su país de origen, que compró también junto a un samovar y unos quesitos cuyos destinatarios eran una sombra y un gato.
Ivan explicó a los funcionarios que ya lo esperaban en el portal de su casa, esperanzado con su quizás amiga, que era tan solo el inicio de una relación con una chica que, pensó, era del mismo pueblo de sus padres y que, de esta forma, gracias a la cajita de cerillas que la giró varias veces para mostrarle la bandera de su país, salvaba los seis metros para llegar a ella y así comenzar a conocerla.
En las últimas imágenes que se dispone de Ivan y que fueron grabadas por las cámaras de video ocultas en su domicilio y que él aseguró que a nadie invitó, se apreciaba un constante movimiento de sus extremidades superiores acariciando a un gato, rastros de sandía en su cara y una mirada de sorpresa centrada en las noticias que según todas las fuentes, era la única información veraz que ocurría en todo el planeta.
Ivan, cuyo propósito en su vida, entre otros propósitos, pues éste la pareció demasiado simple, era ver la catedral donde sus padres se casaron, decidió averiguar lo que causaba tanto desorden en su vida y así dispuso. Dispuso, pues, que iría por primera vez a su país de origen para descubrir la verdad, pues era prácticamente imposible que toda la verdad residiera en el país de acogida.
Y así Ivan guardó el cepillo de dientes en su bolsillo y sacó de allí la goma que recogía su coleta para emprender una nueva etapa en su vida con, pensó él, su nuevo amor que conoció a través de una cajita de cerillas pintada con sus verdaderos colores patrios.
Al recorrer la zona de tránsito del nuevo aeropuerto, le sorprendió que todos los viajeros se entretenían en las pantallas distribuidas a lo largo de las salas de embarque. Pensó al principio Ivan que estaban presenciando un partido de fútbol los que allí se congregaban pero una sonrisa que no acompañaba a esta situación le hizo dudar.
Lleno de estímulos alcanzó la primera ciudad que vio desde la ventanilla del autobús y al llegar al parque, observó las cúpulas que destacaban y a unos niños que por allí jugaban les preguntó por la chica que conoció pues a nadie como ella mas vio, tan sólo esperanza, que así le dijeron que se llamaba la chica que tal vez amaría un día.
Y ya en el centro de la ciudad, observó de nuevo que la mayoría de la población fijaba su vista en las televisiones del gobierno y que, con grandes risas, presenciaban series de animación que, para bien o para mal, los alejaban del pensar.
Un poco más lejos, las puertas de la catedral, donde sus queridos padres se casaron para siempre, permanecían abiertas y un poco de sol iluminaba la entrada.
Jaume Torres