Una pantalla negra. “Creo en los libros” diría una voz en off, y luego vendría toda la película de una vida dedicada a los libros, una película llena de intrigas, traiciones, esperanzas y mucha soledad. “Creo en los libros”, sí, así empezaría. Y más tarde la famosa escena con el beso iracundo, en este caso al editor o, mejor, a la distribuidora: sé que fuiste tú, sé qué fuiste tú… Pero, antes, la boda, la feliz celebración de los primeros títulos y los bailes y las noches de copas y alegría. Como todos los jóvenes, yo vine a llevarme la vida por delante. La realidad del mundo del libro hoy es la realidad desagradable que asomaba para Michael Corleone: los viejos sistemas están caducos, las alianzas son cada vez más débiles, el verdadero enemigo, Netflix, no ha mostrado aún su verdadera cara y los viejos padrinos andan nostálgicos y moribundos. Hay violencia en las calles y en redes y entre las nuevas hornadas todo vale con tal de seguir ganando. “Le haré una oferta que no podrá rechazar” y el autor cambia de camiseta, de un gran grupo a otro, de una editorial independiente a un gran grupo, nessun problema. No es nada personal. Son los negocios.
Pero el día de mañana tiene a los soldados nerviosos. Nadie sabe qué ocurrirá con esta industria cuando los últimos decodificadores de libros se pasen definitivamente a las plataformas de streaming y ya no queden personas que compren libros para entretenerse. Es probable que tengamos que cerrar entonces algunos casinos. Y no falta mucho. La desaparición de los decodificadores de libros, de esa masa que todavía siente cierta satisfacción con la lectura, dejará a los lectores “sesudos” como únicos compradores, y sospecho que el número de lectores, es decir, el número de personas dispuestas a esforzarse con un libro complejo, es incluso más bajo de lo que temen los consigliere más informados de las distribuidoras y de las editoriales.
En los últimos cuatro años he pasado muchas horas en una facultad de Filología, en un máster de escritura, en un máster de formación de profesorado y en varios institutos de Secundaria, y tengo la firme, la irrevocable convicción de que no lee libros ni Dios. Son demasiadas personas no lectoras para permitirse pensar lo contrario: graduados en Filología que no leen, aspirantes a escritor que no leen, profesores de Secundaria y futuros profesores de Secundaria que no leen nada y, finalmente, alumnos de Secundaria que ni se plantean leer un libro si no es obligatorio (y que, como los estudiantes universitarios, recurren a resúmenes de internet para ni siquiera tener que pasar por esos libros obligatorios). Esta es la realidad, y no deje que su amigo iluso que se acaba de sacar la oposición le convenza de lo contrario: sus alumnos de 2º F tampoco leen, lo que pasa es que un día trabajaron la letra de una canción de moda en clase y no fue un completo desastre y pensarlo le hace feliz. Esto se acaba, señores. Si no me creen, cuenten el número de personas que lee en el AVE de Madrid a Barcelona precisamente el día de Sant Jordi. Doce vagones llenos. Nadie con un libro. Ni siquiera el tipo que recorre los vagones fijándose en eso lleva un libro, sobre todo ese tipo. Eso sí: lo escribe en un artículo digital y siente que él sí que es un verdadero lector (¿cuándo fue la última vez que te leíste un libro, Ben?). “Creo en los libros”, así empezará la película, y luego todos irán muriendo, uno a uno: los lectores, los libreros, las distribuidoras, los comerciales, las editoriales, las imprentas y los agentes, hasta que ya no quede nadie, hasta que el autor se descubra sentado en una mesa vacía. Y dentro de veinte años lo recordaremos a menudo, y seguiremos diciendo que aquella fue una obra maestra irrepetible.
Feliz Día del Libro.