Shabat, el séptimo día de la semana, alrededor de las 7 de la tarde, me voy al Can Art Fair Ibiza. Sin muchas expectativas. La entrada cuesta 10 euros, con un 50% de descuento porque soy residente. Entro por la derecha con la idea de dibujar un círculo en mi recorrido en dirección contraria a las agujas del reloj. Manías. Lo primero con lo que me tropiezo es con una coctelería, y me preparan un Hendricks con tónica de cítricos, nada que no hayas visto antes en Ibiza.
La visita comienza con una exhibición de posters de fiestas nostálgicas de clubes icónicos de la isla de Ibiza: el Ku, Pacha, El Divino. Es decir, la posverdad se refleja con dedicación a la impronta de considerar aquellos posters como obras de arte moderno para vender en una exposición a un elevado precio. Lo del punto del arte de vanguardia o moderno, de donde empieza a ser obra de valor o simplemente marca y marketing o simple extravagancia, es un melón que vamos a dejar cerrado, en aras de guardar armonía y que no se sienta nadie aludido, por ende ofendido.
La galería tiene un parecido irritante a ARCO: paredes de pladur que sostienen los cuadros, iluminados por una luz LED blanca, alguna columnata que sostiene la escultura de turno, hilo musical algo fuera de lugar y el correspondiente agente o comisario de la obra del autor que alberga una paz insólita, mirando perfiles de Instagram, dedo arriba, dedo abajo. Como si le hubieran espolvoreado ketamina en el postre.
No me voy a adentrar en hacer crítica de la obra artística. Eso es una profesión muy respetable. Lo que sí voy a dejar es una impresión, mi impresión después de haber completado la rueda de reloj. Es el método que uso y me deja claro si una película, canción, pintura o novela tiene ese algo que me toca la fibra: la impresión tras finalizar la experiencia interactiva entre yo y la obra, y la sensación que me deja.
En este caso, fue clara y me di cuenta de la impresión cuando justo antes de dejar el recinto, fui al baño, donde en la pared había un papel pegado con cinta americana y escrito en rojo decía: «CAN IBIZA? IBIZA CAN’T.» Evidentemente, ese mensaje no estaba allí por casualidad, ni tampoco era inocente. Por un momento incluso dudé si todo eso estaba premeditado, algún bromista, ya que era como dar una puntada perfecta a la impresión que me estaba llevando; era ponerle palabras, y además, en el sitio y momento justo.