“No os conforméis á este siglo; mas reformaos por la renovación de vuestro entendimiento, para que experimentéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable perfecta”
Romanos 12:2
Es fácil entender la mediocridad como una falta de autenticidad y singularidad en la narrativa personal, un defecto que surge de la incapacidad de distinguirse y darle significado a la propia vida. Es un fenómeno que resulta de la aceptación y ejecución de conductas establecidas por la educación recibida. Desde la infancia, somos condicionados a desempeñar roles específicos y a seguir patrones preestablecidos. Por ejemplo, en muchas culturas, las niñas crecen jugando a las casitas, vistiendo, peinando y maquillando muñecas, o jugando a las cocinitas. Mientras tanto, los niños son educados para ser competitivos en deportes o en la búsqueda de los mejores juguetes, como coches, motos o armas. Tal como lo describe Roman Polanski en su obra, Un Dios salvaje: «los hombres y sus juguetitos, madurar de una puñetera vez». Esta diferenciación de roles y expectativas contribuye a formar adultos que, de una u otra manera, terminan por seguir estas mismas pautas. En su supuesta madurez, ellas juegan a las casitas y ellos a ver quién es el mejor, perpetuando así la mediocridad.
Para más inri, la nueva mediocridad se manifiesta en el intento desesperado de muchos por escapar de ella. Se ve en personas que, en un esfuerzo por destacar, recurren a prácticas alternativas y estilos de vida que, en lugar de reflejar una verdadera individualidad, terminan siendo una simple fachada. Estas personas se sumergen en actividades como asistir a escuelas alternativas como Waldorf, realizar cursos de terapia integrativa, quemar mucho incienso y traumas, purificar agua con piedras y comprar productos en tiendas bio, comer mucha quinoa y tomar demasiada kombucha. También adoptan modas pasajeras, como el temazcal, el yoga, los zapatos hechos con materiales reciclados, beber té matcha a todas horas y recoger plástico en la playa. Sin embargo, estas prácticas, lejos de ser una expresión de autenticidad, son a menudo una manera desesperada de encontrar una identidad en un mundo que glorifica lo superficial. Manifiestan el doble de mediocridad: la que traían de casa y la que han adoptado como prótesis de autoidentidad, que no les libera de ser y hacer en esencia lo mismo para lo que han sido programados, pero con otras máscaras y disfraces. Y lo peor es cuando no lo ven y se lo creen.
En este contexto, la búsqueda de significado se desvía hacia lecturas esotéricas o conocimientos como la cábala, la gestalt, el transhumanismo o multitud de títulos de autoayuda, en aras de ser más “conscientes”. No obstante, esta búsqueda de «conciencia» a menudo carece de profundidad y se convierte en una simple etiqueta, un intento vacío de diferenciarse sin un verdadero entendimiento de lo que significa ser consciente. La ironía radica en que, en este esfuerzo por escapar de la mediocridad, muchos terminan siendo más mediocres aún, atrapados en una espiral de superficialidad y frustración.
Además, en nuestra era digital, la sobrecarga de información juega un papel crucial en la perpetuación de la mediocridad. Vivimos en un mundo donde el acceso a la información es ilimitado, pero también lo es la cantidad de basura informativa que consumimos. Plataformas como YouTube y X, entre otras, nos bombardean con contenidos que, lejos de enriquecer nuestro conocimiento o supuesta “conciencia”, nos ahogan en un fango de dudas y conspiraciones. Esta exposición constante a información de dudosa calidad alimenta una cerrazón mental, un escepticismo excesivo que nos hace cuestionar incluso lo evidente. Y cuando una sociedad pierde la capacidad de distinguir lo esencial de lo trivial y duda de lo obvio, está perdida.