El otoño con fuerza de invierno llegaba y ese día, además de llevarse zapatos y gorros de la tienda más exclusiva, mostró en las hojas los colores propios de esta estación.
Aquel otoño, como tantos otros, recordó a Wilfred que su tan estimada nariz hallaría cobijo sin pretenderlo entre las cálidas manos de la gente que a su manera lo querían. Aquel otoño también le recordó que no era más que un mero receptor de manos y que a través de su nariz esperaban obtener sus usuarios algo más de suerte al estrujarla.
Deseando alejarse de aquel erotismo que tan poco le ofrecía y que salvo las camisas del verano poco más allá del ombligo levantaba, así debió sentirse Wilfred cuando su nariz quedaba atrapada entre las manos de madres solteras o de las camareras que trabajaban por el barrio. Pobre Wilfred pues queriendo sólo mirar los ombligos para sentirse otra vez en el vientre de la mamá, protegido y alimentado, su nariz era una y otra vez bien apretujada.
Sabiéndose querido como niño pero no amado como adulto, miró hacia las nubes e ignorando que existía aunque se encontrase en su mismo barrio, vio moviéndose un tronco que de palmera era y que vida daba a los que como él, del suelo apartaban los ojos.
Con el tiempo Wilfred aprendió a proteger su nariz agachando la cabeza, lo cual hizo que perdiera detalles valiosos de su vida y que al final al levantarlos y contemplar lo que lo rodeaba, pues el recuerdo de la palmera orgullo le daba para ello, ocurrieron hechos irrepetibles. Hechos como aquel día en que su amiga saboreando un helado acabado con mango pensó Wlifred que le miraba más tiempo que el acostumbrado, desconociendo que lo que realmente veía su amiga era la gente entrando en la farmacia.
Además de la palmera también aparecieron de repente detalles más elevados como la urraca del primer piso que no cesaba de imitar los sonidos de los vecinos o la tabla de su cuna que siempre estuvo en lo alto de un trastero.
Llegado aquel día en que su amiga acarició con ternura su nariz, Wilfred se acordó de nuevo de la palmera y deseó ser más que amigo llegando no a ser felices para siempre pero sí como muchos de nosotros que tuvimos suerte, los sábados un poco feliz y los domingos, no tanto, pues el trabajo ya venía.
Por Jaume Torres