Mientras la mayoría sabemos quiénes son Frida Kahlo y el Che Guevara, y nos lo pasamos bien haciéndonos tatuajes y llevando camisetas de ellos, aunque también eran idealistas y luchadores, no nos tocaron de la misma manera.
Recordar a Enrique Ruano es un acto de resistencia. Es negarse a aceptar el relato impuesto por quienes, durante años, se esforzaron por borrar las huellas de su propio crimen.
Enrique Ruano no murió por casualidad. Lo mataron porque era una amenaza, porque perteneció a una generación que se negó a aceptar que España fuera una cárcel. Y aunque su cuerpo cayó aquella tarde de enero, su memoria sigue en pie, recordándonos la lucha por la justicia, en mayúsculas.
Hoy, 20 de enero, se cumplen 56 años de la muerte de Enrique Ruano, un joven de 21 años que, en un país donde la vida era un privilegio reservado solo a los sumisos, tuvo el valor de alzar la voz. A Enrique lo mataron por ser valiente, pero, sobre todo, por intentar ser libre en un país donde la libertad era delito. Su cuerpo cayó desde el séptimo piso de un edificio en el barrio de Salamanca, en Madrid, mientras estaba bajo custodia de tres agentes de la Brigada Político-Social. El régimen de Franco lo llamó suicidio. Sus verdugos escribieron una mentira tan torpe como brutal, convencidos de que nadie se atrevería a desmontarla. Pero el ruido de aquella caída resonó mucho más lejos de lo que pudieron imaginar.
Enrique creció en el seno de una familia acomodada. Podría haber elegido una vida cómoda y blindada contra las sacudidas del país que lo rodeaba. Pero eligió otro camino. Estudiaba Derecho, soñaba con cambiar un poquito aquel mundo y militaba en el Frente de Liberación Popular (FLP), una organización formada por jóvenes como él, que querían abrir ventanas en un país tapiado por el miedo y la represión. Inspirados por el eco del Mayo francés y las nuevas corrientes de izquierda, los estudiantes comenzaron a organizarse en torno a movimientos marxistas, trotskistas y maoístas. Entre estas organizaciones destacó el FLP, una agrupación heterogénea conocida como “la nueva izquierda”.
El 17 de enero de 1969, Enrique fue detenido junto a otros compañeros tras una reunión del FLP. Fue llevado a la Dirección General de Seguridad (DGS), un lugar que, para los antifranquistas, no era solo una institución, sino un destino del que pocos salían indemnes. Allí lo interrogaron durante tres días. Es decir, lo golpearon, lo humillaron, lo torturaron con el objetivo de quebrar su espíritu.
En 1969, las cosas se habían endurecido. El régimen, debilitado por los movimientos obreros, las huelgas y el ruido de la juventud, había afilado sus armas. Enrique era un enemigo para ellos porque representaba todo lo que temían: la rebeldía, la inteligencia y la fe inquebrantable en un futuro distinto. Pero Enrique resistió la tortura.
El 20 de enero, los agentes lo llevaron a un piso de la calle General Mola (hoy Príncipe de Vergara) para realizar un supuesto registro. Allí, según la versión oficial, ocurrió el desenlace. Los policías declararon que, en un momento de descuido, Enrique aprovechó para correr, llegar hasta una ventana y lanzarse al vacío. Un suicidio. Esa fue la historia que fabricaron. Sencilla, rápida, sin fisuras, diseñada para que nadie preguntara más.
No, Enrique no se suicidó. Enrique fue asesinado.
El movimiento estudiantil no tardó en alzarse contra la mentira. Durante su entierro, más de 2.000 estudiantes se manifestaron en Madrid. Las universidades de todo el país se llenaron de huelgas y protestas. La dictadura respondió con lo único que sabía usar: la violencia. El 24 de enero, Fraga Iribarne y Carrero Blanco decretaron el estado de excepción en todo el país. Con ello, legalizaron lo ilegal: detenciones arbitrarias, torturas, expulsiones. Las cifras son abrumadoras: casi 400 estudiantes detenidos. Era el precio de enfrentarse al Caudillo y a sus sabuesos, que no solo mataban personas, sino también verdades.
Durante décadas, la versión oficial permaneció intacta. Las familias de las víctimas de la dictadura sabían que pedir justicia era enfrentarse al mismo esperpento, a la misma bestia que había arrebatado a sus hijos. Pero en 1996, casi treinta años después, la familia de Enrique logró llevar a los tres policías implicados en su muerte ante el tribunal: Francisco Colino, Celso Galván y Jesús Simón. Nombres que deberían haberse convertido en sinónimo de monstruos. Pero la justicia residual del franquismo, que sobrevivió a la Transición, los absolvió por falta de pruebas.
El detalle más siniestro del juicio fue la desaparición de la clavícula de Enrique, un hueso que podría haber demostrado que su muerte no fue accidental. Según los forenses, la lesión que sufría era compatible con el impacto de un objeto cilíndrico cónico. En otras palabras, una bala. Pero alguien, en algún momento, decidió serrar el hueso y, con ello, borrar la verdad.
La historia de Enrique Ruano es la historia de España. Una historia en la que la impunidad y el silencio han sido herramientas de poder. Durante años, los crímenes del franquismo han quedado relegados a las sombras. Mientras sus responsables vivieron con total libertad, las víctimas quedaron enterradas, literal y figuradamente, bajo el peso de una transición que jamás fue justa con quienes lucharon por ella.
Así que hoy, al recordarlo, hacemos algo más que honrar su vida. Recordar a Enrique Ruano es también recordar a todos aquellos que, como él, lucharon para que el futuro fuera distinto, es decir, nuestro presente. Y si algo nos deja su ausencia, es que el olvido nunca debe ser la respuesta. Hay verdades que, aunque las quieran borrar, no les debemos dejar.