Si en su día vieron las películas clásicas de James Bond se acordarán del diabólico Ernst Stavro, líder de la Sociedad Permanente Ejecutiva de Contraespionaje, Terrorismo, Rebelión y Aniquilamiento (SPECTRA), con esa gran cicatriz que le cruzaba la cara y un gato blanco cuyo lomo acariciaba mientras perpetraba toda clase de vilezas; el Doctor Julius No, científico superdotado y asesino, medio chino y medio alemán, con su elegante traje blanco estilo Mao y sus guantes negros, o Auric Goldfinger, el multimillonario pelirrojo, rechoncho, contrabandista y egocéntrico, que vivía obsesionado con el oro.
Todos ellos despreciaban la vida de sus semejantes, se comportaban como xenófobos hiperbólicos –algunos eran nazis declarados– y planeaban toda clase de fechorías para controlar la carrera espacial, conseguir monopolios en los mercados mundiales o lograr que varios países se declararan la guerra para forrarse con el negocio armamentístico.
Mientras seguía con una estupefacción creciente la toma de posesión del nuevo presidente de Estados Unidos, acompañado por el séquito de megamillonarios tecnológicos y de otros sectores, me vino a la memoria esta caterva de personajes despiadados y caricaturescos de la serie Bond, y lo mucho que unos y otros se asemejan. Resulta inexplicable que una superpotencia como Estados Unidos, autoproclamada primera democracia del mundo, eleve a los altares a un líder más propio de un país bananero o de una película de Torrente, y encima lo haga por segunda vez.
Esta suerte de Jesús Gil a lo yanqui y con tupé piensa “hacer América grande de nuevo”, mientras “agarra por el coño a las mujeres” y se desquita del odio reconcentrado que alberga hacia los homosexuales, los demócratas y los inmigrantes que le sirven el café por la mañana, declarando a estos últimos delincuentes, acosándolos en iglesias y hospitales, y expulsándolos sin contemplaciones.
Un líder que amenaza a otras naciones soberanas como quien fríe un huevo: que si va a recuperar el control del Canal de Panamá, que si planea anexionar Canadá como un nuevo estado, que si se apropiará de Groenlandia aunque sea territorio danés… La fanfarronería del personaje sólo es equiparable a su catadura moral, como demuestra el hecho de ser el primer presidente delincuente, condenado por un tribunal.
Un mandamás que nada más aterrizar insulta a su predecesor y conmuta las penas a la jauría de catetos que tomaron el capitolio, principal símbolo de la democracia estadounidense. Y esa insólita colección de lacayos, como el cada vez más repulsivo y desmadrado Elon Musk, que desde su plataforma X ha alimentado y propagado hasta el infinito y más allá la cascada de bulos que han aupado al atocinado candidato. ¿Recuerdan a los diabólicos inmigrantes de Springfield (Ohio), que se zampaban perros, gatos y las demás mascotas de sus vecinos?
Qué repulsión contemplar la gestualidad desmesurada del empresario más rico del mundo, el de los cohetes espaciales y los coches Tesla, vanagloriándose por la victoria y supurando chulería y grandilocuencia en cada gesto. Hasta se llevó la mano al pecho y la levantó al aire, apuntando al cielo, con la palma hacia abajo, como hacían los nazis. Luego, pese a que también le hemos visto apoyar a la candidata de la extrema derecha a las elecciones alemanas, quiso negar la evidencia y nadie nos lo tomamos en serio. Cómo debían de reconcomerse por dentro sus inmediatos competidores –Bezos, Zuckerberg y compañía–, mientras seguían tales gesticulaciones con una sonrisa forzada y pelotera. Y entre la camarilla de invitados, donde tampoco faltaron los principales líderes de los partidos fascistas del mundo, no se veía un solo negro. Como si en la sociedad norteamericana no existieran.
Más decisiones indigeribles: Estados Unidos abandona la organización Mundial de la Salud, entidad que combate hambrunas, pandemias y toda clase de catástrofes, haciéndole un roto económico terrible. El país también se sale del acuerdo de París mientras Los Ángeles sigue ardiendo con el acelerante del cambio climático y el nuevo líder amenaza con recortar ayudas federales para las víctimas, al ser California un estado demócrata. Trump anuncia una colección infumable de aranceles para Europa, que lastrarán gravemente las exportaciones en el viejo continente (al final habrá que aliarse con China). Y México que se vaya preparando, que la construcción de la gran muralla norteamericana y la militarización de la frontera ya han sido decretadas.
Y todo en un solo día de mandato. Conocíamos al casposo Trump de antes, pero esta versión resucitada, salvada del fatal desenlace al que le había condenado un francotirador loco por la gracia divina, aún resulta más inquietante y peligrosa. Ahora, todo lo que haga, por despreciable que resulte, obedecerá a la voluntad de Dios.
Desde innumerables puntos de vista, Estados Unidos es un país colosal. Alumbró a Martin Luther King, Abraham Lincoln, Franklyn D. Roosevelt, Bruce Springsteen, Bob Dylan, Ernst Hemingway, Paul Auster, John Ford, Steven Spielberg, Katherine Hepburn, Ava Gardner, Michael Jordan, Walt Whitman… Una lista interminable de auténticos genios a los que la sociedad norteamericana ha despreciado al aupar como líder al mayor bufón de su historia.
Lo peor es que esta espiral de locura que ahora comienza acabará afectando a la vida y el bolsillo de cada uno de nosotros y de las próximas generaciones. Cuando la mediocridad del político se fusiona con la megalomanía, acaba costando vidas y provocado oleadas de miseria. Terrible, peligroso y desesperanzador.