Nos mostramos más sinceros a través de nuestro supuesto avatar en redes. Ahí nos permitimos revelar intimidades y anhelos. Es el método que usamos para llegar adonde no nos atrevemos en la realidad tangible. Una foto que muestra una versión nuestra que, en muchos casos, nada tiene que ver con cómo solemos presentarnos. Un comentario que expone un pensamiento, incluso un sentimiento, que no expresamos en un contexto físico, palpable y real, como una suerte de destape de nuestra privacidad: el último reducto a conquistar.
Es como si la distancia que marca el espacio entre pantallas fuera suficiente para brindarnos confianza y permitirnos aventuras de riesgo a ese nivel. Porque la palabra es: RIESGO. Muy al margen de si hay Elon Musks y Zuckerberg haciendo de las suyas para mercantilizar todo el contenido, me refiero más al salto al vacío, a ese entorno tan hostil y capaz de albergar toda la maldad con la que fantasea el ser humano.
Lanzamos nuestras historias, nuestras ideas, nuestras vidas, de una manera tan mezquina que nos hace parecer bastante absurdos, subidos en esta rueda de hámster. Lo que resulta aún más absurdo es que lo sabemos. Somos plenamente conscientes de ello. O mejor dicho, lo conocemos, pero no lo asumimos. De hecho, cuando tomamos verdadera conciencia, suele ser de manera traumática, por alguna de las infinitas posibilidades que la ruleta del post en redes puede desencadenar.
Pero hay algo que pesa más, algo que, aun sabiendo que puede hacernos daño—en ocasiones, incluso irreversible—, seguimos alimentando. Quizá sea lo contrario de lo que nos gustaría admitir: que la vanidad supera a nuestra inteligencia. O tal vez, sencillamente, el aburrimiento de una vida almidonada por el bienestar y la falta de estimulación real nos empuja a volcar nuestra existencia en la pantalla, como si ahí fuéramos a encontrar el ingrediente secreto para llenar el vacío existencial.
Lo cierto es que, una vez empiezas, crees que si paras, todo se secaría como una planta o moriría de inanición, como una mascota abandonada. Y seguimos, dale que dale. Nos habita ese miedo que nos induce a seguir entregando más y más de nosotros a ese mundo que no se sabe bien dónde está, dónde se queda ni dónde acaba.