Me gusta decir que navego por internet en mi canoa. No necesito viento ni gasolina. Lento, sí, pero así me permito observar los recovecos. Leo un artículo de un tipo que compara los bosques de olivos con plantas petrolíferas, y el colesterol del aceite en sangre con el petróleo en las tuberías. Lo ratifica diciendo que el 99 % de la sangre es agua, por lo que un aceite nunca puede ser compatible con el cuerpo humano. Por ende, lo mismo con los petróleos.
No me interesa mucho, cierro el artículo, le doy unas paladas al remo, llego a mi IG, le doy a unos cuantos likes aleatorios, sin saber si de verdad me gusta a lo que le he dado. Y, tras otra palada, me entero de que el Papa ha muerto. Eso noto que me gusta, no tanto porque haya muerto, sino porque ratifica lo que me dijo un camarero en el Trastevere dos semanas atrás: “Van a esperar a que muera después de Pascua”.
Me levanto, voy a por agua en mi grifo de ósmosis inversa y me siento un poco como Benicio del Toro en Reptiles… fascinado por mi grifo. Bebiendo esa fuente bendita instalada en mi cocina, me invade la idea de que la inspiración solo llega cuando ni tu perro, ni tu novia, ni tu trabajo, ni familia, amigos e internet te reclaman atención.
Me decido a tirar un pareo en la playa de Salinas para matar la tarde. De camino, me acuerdo de la conversación que tuve con mi hijo, que estudia primero de Lenguas Modernas y sus literaturas. Jugando al billar, viendo ese planetario de bolas suspendidas sobre la paradoja y la relatividad del tapete, llegamos a la conclusión de que la tiza le proporciona al taco el mismo golpe de efecto que la ironía al lenguaje. Los golpes directos con tiza se convierten en golpes con infinitos sentidos. El azar se amplifica tanto como el campo de batalla. Me ganó tres partidas seguidas.
Ya en la playa de Salinas, preparo mi pareo en un rincón apartado del resto. Le pido un mojito a un paisano. Me tumbo y observo cómo la calima asciende desde la arena, arrebatando los contornos de las figuras, como en un cuadro de Sorolla.
Ayer, hablando con mi hijo, le explicaba que la energía femenina, a su edad, pasa de lo etéreo a lo físico por los tres estados de la materia, y así a lo etéreo otra vez, pero de distinta manera, eso que es descubrir el cuerpo de otro actuando con el de uno mismo, la tercera ley de Newton, lo sólido, lo líquido y lo gaseoso se convierten en un estado de ánimo difícil de explicar, mucho más que un atardecer. Él me dijo que no hacía falta que se lo repitiera quince veces seguidas. Le respondí que las ideas buenas hay que repetirlas como mantras, para que calen en nuestras células. Y creí sentir eso que uno siente cuando hace de padre, y al instante también me sentí absurdo por sentir lo primero.
Sigo observando las formas sobre la arena de la playa, y con la letanía las voces se convierten en simples sonidos. Sonidos blancos, creo que se llaman, que se mezclan con el sonido de las olas al llegar a la orilla. Son como los sonidos primarios que emiten los leones marinos o las focas: sonidos que advierten miedo, deseo y hambre. Los tres sonidos que también de alguna manera construyen este texto.
Fantaseo con que todas las personas que hay tumbadas al sol en la playa, son leones marinos y focas, y por un momento escucho la voz de David Attenborough:
“Podemos observar la danza de los mamíferos en la arena, es una Ecstatic dance…”
Esencialmente, cuando nos tumbamos desnudos al sol, somos animales, o al menos nos acercamos a nuestra naturaleza animal, de manera espontánea, durante el rato. No es lo mismo que ir a la montaña vestido de Decathlon, o trepar rocas con magnesio en los dedos. Tumbarse al sol, desnudo o semidesnudo, el contacto con los tres estados de la materia y lo etéreo, ese simple gesto nos separa de nuestro mundo. Dejamos por un rato de ser productivos y útiles. Somos una suerte de antisistema. Ya no somos un algoritmo. Es un kit-kat sin galleta ni chocolate, en el que el mundo se para y nuestras partículas elementales se excitan. Y la ansiedad, la hipoteca, el colesterol, los triglicéridos, la ITV o la batería del móvil… todo se sustituye por una kundalini que nos permite ser un poco animales, al menos un rato. Algo que ningún artificio inteligente puede siquiera fingir.
Por eso nos encanta ir a la playa, tumbarnos al sol, excitarnos con los cuerpos de los demás y sus sonidos primarios, olvidando el 3, el 14 y el 16, por supuesto todas las medidas de potencia. Le doy un sorbo más al mojito y pienso en lo productivo que es el ron barato que le ha puesto el paisano.
Sigo tumbado e invadido por las imágenes y sonidos de los leones marinos, las focas, junto con las olas llegando a la orilla. Cuando, al poco, unos gritos me exorcizan de la duermevela. Al abrir los párpados veo una barca llena de migrantes de distintas edades y géneros, completamente afectados por la inanición y en estado prácticamente moribundo. Están siendo socorridos por un equipo de la Cruz Roja. La policía, mientras tanto, procura que la gente no grabe con sus móviles.
Me acabo el último sorbo de mojito caliente. Me levanto para acercarme a donde está la patera, para dar algo de sentido a todo. Y me acuerdo de las bolas de billar sobre la relatividad que ejerce el tapete, de la maldita tiza en el taco de billar y de lo irónica que es la vida.
Unos minutos después, todo el drama queda reducido a unos megabytes en las memorias de los móviles. Y, casi demasiado pronto, todos volvemos a nuestros pequeños espacios privados, marcados por la frontera de una toalla o pareo. Que, en modo alfombra mágica, nos transporta otra vez al mundo de la fantasía.
Por Samaj Moreno