Por D.V: Mientras prepara la sopa de pollo con fideos, la mirada de Mercedes Serra, voluntaria de la Cruz Roja, se torna pensativa: “Cuando empecé con esto, no podía dormir. Llegaba a casa, salía al balcón a fumar y me pasaba toda la noche dándole vueltas a la cabeza. Pensaba en toda esa gente y me preguntaba sin cesar: ‘¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo hacer?”. Cuando habla de toda esa gente se refiere a los que viven en la calle, a los que han tocado fondo, los que se sitúan en la zona de sombra que dibuja la exclusión social.
Mientras se prepara un termo de tres litros de cacaolat caliente, le pregunto a Flora Aznar, trabajadora de la Unidad de Móvil de Emergencia Social (UMES) de la Cruz Roja, qué condición tienen que cumplir las personas que quieran recibir esta asistencia: “Ninguna”, responde. “En la UMES atendemos a todo el mundo. En el albergue municipal, por ejemplo, se les pide a los usuarios que no beban, lo cual es lógico. En Eivissa falta un centro de baja exigencia, un lugar donde puedan ir los días de frío la gente que usualmente no se deja ayudar o que tiene adicciones”.
En su ronda nocturna, todos los lunes, miércoles y viernes, esta trabajadora de Cruz Roja y dos voluntarios -Mercedes y Octavio- reparten comida caliente, mantas, consejos y un poco de conversación a la gente que duerme en la calle. A todos ellos se los intenta identificar para mantener un censo estable de la exclusión. Se calcula que, en Eivissa, 70 personas duermen habitualmente en la calle, y que unas 300 lo hacen de manera ocasional o intermitente.
Un hogar entre ruinas, pero un hogar
A las ocho y media de la tarde, la furgoneta de la UMES abandona el edificio de la Cruz Roja de la avenida España de Vila y se dirige a una obra abandonada, un edificio a medio construir, una ruina arqueológica de la era de la burbuja inmobiliaria. Entre las patas del edificio viven una docena de personas. Algunas de ellas salen cuando ven la llegada de la furgoneta. El primero de ellos es José, hoy es su primera noche en la calle. Mientras bebe su vaso de sopa caliente, nos cuenta su vida: es chapista y está en el paro, confiesa que “ha bebido un poco” y que su compañera se ha hartado de él y le ha echado de casa. ¿Está casado? Sí, tiene exmujer e hijos pero viven en Valencia, no pudo firmar el paro “porque me dijeron que tenía que hacerlo por internet y los ordenadores no los entiendo” y le han sancionado con un mes sin prestación de desempleo, porque cuando uno cae en la desgracia parece que todas la desgracias se acumulan y un tropiezo conduce a otro y al final llegas a la conclusión que eres clavo y tu destino es recibir martillazos.
“Lo de la comida y las mantes, en el fondo, es una excusa”, comenta Flora Aznar, “es el señuelo para intentarlos ayudar. Cuando tienen que hacer trámites administrativos o sanitarios se confunden. Ayudamos en lo que podemos. Les acompañamos al centro de salud, a la oficina del desempleo, a renovarse la documentación, los derivamos a servicios sociales, o les indicamos donde se pueden tratar de su adicción. A veces, principalmente, les damos compañía”.
También se han acercado Susi y Julio, que viven en el interior del edificio abandonado desde el verano. Ella es exheroinómana pero lleva dos años sin consumir. Él es pintor en paro. Me muestran su hogar: gracias a cartones, cristales y algunos muros de la obra se han podido construir una especie de hogar que calientan con una estufa de leña e iluminan gracias a una bombilla unida a una batería. Incluso tienen agua, pero deben ducharse con agua fría. Es un hogar. Un hogar peculiar, precario, paupérrimo, pero un hogar, y ellos sonríen. “En esta obra vivimos unos doce. Somos como una gran familia. Nadie se mete con nadie” afirma Susi, que cobra una pequeña pensión por invalidez mental, aunque afirma que se encuentra bien y con ganas de vivir. La vida sería maravillosa si, además, su compañero Julio encontrara un trabajo estable: “Yo soy pintor pero haga lo que haga falta. A veces hago unas horitas por aquí, a veces un encarguito por allá”. Sonríe. Todavía les quedan fuerzas para mantener una ilusión por el futuro.
Historia de dos clochards
Prosigue la ronda. Mercedes tiene en su cabeza el mapa con todos los lugares donde hay gente viviendo en la intemperie: “En una caseta de obra, en Platja d’en Bossa, vive una chica. Hay un grupo de tres en una pequeña cueva en el Puig des Molins. Hay dos que duermen en el cajero de la Banca March en Bartomeu Rosselló…”. Ahora nos dirigimos hasta la plaza del Parque, punto de encuentro habitual para las personas sin techo. Esta noche, sin embargo, la gente tarda en aparecer. Finalmente vemos la silueta inconfundible de Christian, un hombre de unos cincuenta años, pelo sucio, barba salvaje y ropa oscura, gastada y sucia. Christian tiene la mirada turbia y cansada, y huele a pobreza. Mercedes me cuenta que casi siempre va borracho pero hoy, en cambio, parece sobrio: “Hoy vino no”, nos dice el mendigo. Christian es alemán y se define a sí mismo como un clochard. Con un español precario me cuenta su historia, que se puede resumir en una especie de catàstrofes continuadas: todo el mundo le engaña, todo el mundo le roba. El último episodio: otro mendigo le ha robado la radio. Sin embargo, no parece muy preocupado. Toma un trozo de bizcocho y un croissant y lo come con placidez.
“Con el paso de las semanas, los van conociendo a todos y ellos te conocen a ti”, comenta Flora, “y a veces se establece una relación de amistad. Algunos se dejan ayudar más, otros menos. Muchos de ellos no hablan con nadie en todo el día, y eso es durísimo, te acabas volviendo loco”. Mercedes reflexiona también sobre todas las historias que ha conocido: «Salir de la calle es muy complicado. Si son jóvenes, hay esperanza en que todavía puedan dar un volantazo a su existencia; pero con la gente mayor es muy complicado, ya han tirado la toalla».
Poco después aparece Justus. También es alemán, vive en la calle, su ropa está gastada y ha perdido algunos dientes, pero su aspecto es limpísimo e impecable, un dandi en la indigencia. Con la barba arreglada y sus gafas de pasta, nos mira con timidez y acepta un colacao y un trozo de pizza. En la espalda carga una mochila de la que asoma el arco de un violín. “Justus, ¿nos podrías tocar algo?”, le dice Mercedes. Él sonríe y accede a nuestra petición: agarra el violín, respira hondo y empieza a frotar el arco sobre las cuerdas. Las notas suenan quejumbrosas. No tengo ni idea de violines, pero diría que toca bien. Justus toca un villancico. Estamos junto a las murallas iluminadas de Dalt Vila y en la plaza del Parque todavía cuelgan las luces de navidad. Sé que jamás olvidaré este momento. Como si se tratara de un cuento de Dickens o de Andersen, aquí termina esta historia.
Pues sospecho que no, que no termina aquí la historia; que es una de esas historias interminables como un Día de la Marmota, pero me ha encantado que la contaras y también mucho tu manera de hacerlo.
i necessiten més voluntaris? es pot fer alguna aportació d’aliments, roba, flassades…? Ja som soci de sa Creu Roja, però no se si es pot ajudar d’alguna forma més directe cap sa gent que més ho necessita a Eivssa.
Gran feina de la Creu Roja.
Molt bon reportatge