La tritanopia es una afección visual que impide a quienes la padecen distinguir las tonalidades azules. La sufre un número pequeñísimo de personas si la comparamos con otras disfunciones cromáticas más conocidas como el daltonismo de los que confunden rojos y verdes. Admito que lo ignoraba como muchas cosas que he aprendido desde anteayer acerca del este color de la escala cromática, el segundo más frío tras el violeta. La culpa la tiene Arias Cañete, o mejor dicho, su cartel electoral de las europeas.
Lo divisé a lo lejos, al comienzo de Ignasi Wallis, mientras pedaleaba con desgana por la acera opuesta de camino a la tienda donde trabajo. Ocupaba una posición preeminente sobre uno de esos desangelados tableros que ya los partidos ni se molestan en atiborrar con carteles de candidatos y lemas manidos del tipo “Lo que está en juego es el futuro” o “Tú mueves Europa con tu voto».
Quizás por esa mediocridad de lo obvio que caracteriza a la propaganda electoral, fue por lo que la figura etérea del candidato popular corporeizándose cual genio de la lámpara sobre un fondo de azul metafísico, me invitó a parar durante unos segundos, cruzar la calle a despecho de varios cabreados conductores y perderme en la sugestiva capacidad evocadora de aquel rostro barbado, con una media sonrisa hurtada a la Gioconda, que pareciera venir del más allá a enseñar a las mortales criaturas cuál es la dirección correcta que nos conducirá de nuevo al paraíso prometido tras un doloroso, pero necesario periplo.
Ignoraba que ese encuentro aparentemente causal iba a suponer una experiencia sinestésica de insospechadas consecuencias. No fue hasta pocos minutos después, en la cafetería, mientras apuraba un café con leche antes de abrir, cuando empecé a sentir una extraña fijación por lo azul. Una noticia reclamó mi atención desde la pantalla del móvil. Un partido político de Baleares (casualidad o no, el mismo que el de Arias Cañete) había tenido la gran idea de lanzar una tarjeta azul para premiar a sus afiliados con descuentos en una serie de establecimientos de dentro y fuera del archipiélago. Un enlace me llevó a la lista provisional, la lista azul, podríamos bautizarla. De los trescientos, tan solo treinta son negocios ibicencos. No sé yo si esto responde a la exigencia ciudadana de que los partidos tradicionales se abran a la participación popular, pero permitirá a un militante azul montarse una escapada a un hotel de Lanzarote, ir a tomar una copa o pintar su casa por un precio menor del que tendría que abonar un afiliado rojo, rosa o verde. Curiosa iniciativa de fidelización más propia de una cadena comercial o un restaurante de comida rápida que de una organización ideológica.
Reconozco que esa tarde fui poco productivo en mi trabajo. Espero que mi jefa sea benévola conmigo cuando lo lea. Raptado por una sed insaciable del color del océano, pensé en el azul de la marea que inundó las calles de Vila no hace mucho. Un azul, este sí, ni sectario, ni etéreo, sino nacido de una común indignación ante un proyecto de extracción petrolífera que amenaza por oscurecer el turquesa del mar de nuestras islas y convertirlo en un espeso negro alquitranado. Imbuido por un ataque de nostalgia, me acordé del azul salvaje, bañado de luz, del mar de mi infancia, donde aprendí a nadar. Un mar lejano sobre el que se ciernen los mismos ojos codiciosos de quienes no entienden de ecología ni de sostenibilidad. Una ola de tristeza invadió mi ánimo.
Estaba siendo un día extraño y triste, casi tanto como el período de Picasso donde se empeñó en pintar figuras huesudas y desvaídas sobre fondo azul. Mi mente procesaba imágenes, palabras e ideas a una velocidad de vértigo. De pronto, la imagen de Arias Cañete se confundió con la de un asceta sentado ante una mesa con un mendrugo de pan y un jarro de agua sobre el insistente azul espectral. Estaba mucho más delgado, parecía como se hubiese sometido a uno de esos regímenes agresivos de adelgazamiento. También había perdido la sonrisa y esa confianza desmedida en el futuro de antes. Me asusté, estaba empezando a alucinar.
Por fin llegó la hora de cerrar. El sábado tocaba a su fin. Quería sumirme en el olvido de un sueño reparador y pasar página. Despertaría el domingo, libre de aquella adicción a la que me condenaba mi descontrolado cerebro. Príncipes azules, camisas azules, banderas azules, cascos azules, recuerdos infantiles, danzaban orgiásticamente en mi pensamiento. El camino de vuelta a casa fue un suplicio. Tras bañar a mi hija, ponerle el pijama, darle de cenar y leerle un cuento, apenas me quedaban fuerzas para cerrar los párpados y dejarme llevar por el efecto amnésico de Morfeo. Descansé.
Ahora que todo ha pasado, no puedo evitar sentir un intenso escalofrío cada vez que el cartel electoral de Arias Cañete se cruza en mi camino. Entonces cierro los ojos, pedaleo lo más rápido que pueden mis piernas y deseo con todas mis fuerzas ser una de esas rarísimas personas que padecen trinatopia.