Mañana hará veinticinco años que vivo en Ibiza. Llegué en 1989. Recuerdo aquello como si fuera ayer. Salimos de Madrid en dos coches repletos de cosas y con un camión de mudanzas enorme, lleno hasta los topes. Irse de la ciudad pensando en un adiós, y no en un hasta luego, era una sensación extraña y emocionante para una chica, de veintidós años, que desde niña había soñado con vivir en el campo. Qué lanzados mis padres, que con bastantes más años que yo ahora, se embarcaron en algo así buscando una merecida vida tranquila. Pocas veces se da un momento tan marcado de un fin y un principio de algo. En la vida las cosas suelen ir más difuminadas.
La llegada, al amanecer, al puerto de Ibiza la tengo grabada en la memoria. Dalt Vila dorada por un sol rojizo que asomaba lento por el este. Los andenes y el mar en calma, y el silencio y la tranquilidad de una pequeña ciudad que aún se desperezaba. Recuerdo no poder ocultar la sonrisa y las ganas de decirle a todo el mundo “Esta vez no vengo de vacaciones. Esta vez me quedo aquí. ¡Por fin!”.
En menos de quince días encontré un trabajo por un anuncio en el periódico. Eso hizo que aquel verano no se pareciera a ninguno de los anteriores. Apenas tuve tiempo de ir a la playa, como había hecho siempre, pero a mí eso me daba igual. Me sentía feliz. El trabajo era de jornada partida y en la otra punta de la isla. Así que me llevaba la comida en un tupper y el libro del Método Assimil para aprender francés. Uno de los requisitos de aquel puesto era hablar francés fluidamente y yo no sabía ni decir “bonjour”. Mi jefe era un hombre mayor, belga, muy alto y de pelo largo y blanco. En la entrevista de trabajo no supe hacer nada de lo que requerían. No sabía utilizar el ordenador -en aquel momento nadie tenía uno en casa- ni sabía hablar francés. Tenía experiencia laboral, pero en cosas que no tenían nada que ver con aquel trabajo. También sabía hablar inglés, que allí apenas lo utilicé, y tenía un curso de mecanografía, pero nunca había utilizado una máquina de escribir eléctrica, por lo que nos volvimos locos los dos buscando cómo encender aquel aparato.
Me llevaba la comida en un tupper y el libro del Método Assimil para aprender francés. Uno de los requisitos de aquel puesto era hablar francés fluidamente y yo no sabía ni decir “bonjour”.
Se había presentado mucha gente al puesto, así que cuando me llamó, al cabo de los días, para decirme que me había elegido a mí me alegré muchísimo, pero no pude resistirme y pregunté extrañada “¿Y eso?”. Su contestación fue de las cosas más bonitas que me han dicho nunca “Todo lo que te falta se aprende, pero tu forma de ser viene de serie”. Puede sonar pretencioso que cuente esto, pero es que esa frase me ha ayudado a saber valorar a otras personas y a mí misma.
Allí fue donde empecé a conocer a gente de la isla. A Francisca, una mujer ibicenca, mayor, fuerte y trabajadora; a Margalida, una payesa muy bajita y pequeñita que me contaba cosas de la Ibiza de su infancia; A Pep, un señor serio, pero muy educado; a Bartolo que era el más próximo a mi edad. Él me enseñó a torrar al fuego sobrasada ensartada en un palo de romero y yo le enseñé a jugar al Trivial. Eso sí, ninguno de ellos entendía que cada día me cruzara la isla para ir hasta allí a trabajar. Para ellos era como trabajar en Lisboa y vivir en Valencia. Ahora les entendiendo perfectamente. Eso sólo lo hace un recién llegado.
Todos ellos me abrieron las puertas al mundo interno de la isla, al que no todo el mundo tiene acceso. Así que mi llegada no pudo ser más enriquecedora. Recuerdo no entender nada de lo que decían cuando hablaban ibicenco entre ellos, y mira que prestaba atención. Nos reíamos con mis líos. No entendía a los franceses, ni a los belgas, ni a ellos, pero me lo pasaba de miedo.
Él me enseñó a torrar al fuego sobrasada ensartada en un palo de romero y yo le enseñé a jugar al Trivial.
Al llegar el final de la temporada, cuando ya la isla empezó a recoger el decorado de la película del verano, comenzó la vida de verdad. Ahí es cuando me dio un vuelco el corazón y se me encogió el estómago de alegría. ¡No tenía que irme! Estaba en mi nuevo hogar.
A finales de septiembre de aquel primer año, fui con mi madre a comer a un restaurante ibicenco al borde del mar. En la sobremesa, tomando tranquilamente un café, me quedé mirando un avión que pasaba “Mira Mamá, más de uno irá llorando y nosotras aquí felices porque nos quedamos”. Yo siempre lloraba en el avión al despedirme de la pequeña isla, y eso ya no iba a pasar.
Y aquí estoy, donde quiero estar. Ahora soy veinticinco años mayor, chapurreo el francés, entiendo perfectamente el ibicenco, adoro vivir aquí, y cada septiembre, cuando veo un avión pasar, sigo diciendo feliz “Yo no lloro, yo me quedo”.
Que gusto da leerte. Tus artículos se me hacen cortos. Con todos ellos me despiertas sentimientos bonitos, hablas de la Ibiza de mi querida abuela y me halaga ver como respetas y adoras nuestra pequeña roca. Un besazo bien fuerte. Salut i força.
Eres única, yo no podría haberlo expresado mejor , llevo en la isla cerca de 40 años y pienso como tu, te superas guapa un besazo.
Muchas gracias María y Puri. Ni os imagináis la ilusión que me hace que os guste.