@Miguel Vidal / Llevo viendo Mundiales de fútbol desde 1966. Menos los que viví en directo como periodista acreditado por el Diario AS –Alemania 1974, Argentina 1978, España 1982, México 1986, Italia 1990 y Estados Unidos 1994—por televisión. Son, en total, los Mundiales de 1966, 1970, 1974, 1978, 1982, 1986, 1990, 1994, 1998, 2002, 2006, 2010 y ahora 2014. No se extrañen que a veces mi cabeza estalle de emociones, que necesito compartir con alguien.
Ayer, mientras miraba cómodamente en casa el Argentina-Bélgica, volvió a ocurrirme. Primero por el escenario, que lleva el nombre de Mané Garrincha, el mítico extremo de la selección brasileña que se suicidó encerrándose en el sótano de su chabola en Bangú, en las afueras de Río de Janeiro, con comida para tres días y ron para un mes, y cuyo espíritu vaga por la selva del Matto Grosso.
¿Qué por qué sé yo esto? Pues porque le entrevisté en su chabola de la Rúa de la Prata cuando vivía amancebado con la viuda de un extremo del Vasco da Gama llamado Carboero, fallecido en accidente de circulación. Este día Manoel dos Santos, que de niño cazaba garrinchas, nombre de un pájaro pequeño y escurridizo, y con cuyo apodo se quedaría para los restos, estaba sereno y por lo tanto abierto a un diálogo que mantuvimos sin concesiones. Preguntado por qué habiendo sido tan bueno como Pelé, éste era millonario y él, pobre, salió por la tangente. Cuando la verdad, lo que marcaba la diferencia entre dos de los futbolistas mas grandes de la historia, era su coeficiente intelectual.
Una vez Garrincha fue a jugar con el Botafogo un amistoso en París y cuando el avión despegaba camino de vuelta a casa preguntó al fotógrafo Angelo Regato “cómo se llamaba el pueblo que acababan de dejar”. Pelé, por su parte, era, y es, más listo que el hambre. Eso, sí: Garrincha ha sido sin duda el futbolista más querido de los brasileños, al que llamaban “la alegría del pueblo”. Normal, por lo tanto, que el Estadio Nacional lleve su nombre, así como su ciudad natal, Pau Grande, sea conocida como Cidade Mané Garrincha.
Di Stéfano
Y para que la tarde de emociones personales, de sensaciones profesionales, fuera completa, pegué un respingo en mi sillón cuando anunciaron el ingreso hospitalario, después de sufrir una parada cardiorespiratoria, de Alfredo Di Stéfano, que acaba de cumplir 88 años. Fichaje personal de Santiago Bernabéu, el mejor presidente de la historia del fútbol, una tarde que el Madrid jugaba un amistoso contra el Millonarios de Bogotá y todos los técnicos blancos insistían en que el fichaje imprescindible era el del número 9, Adolfo Pedernera, y entonces Bernabéu dijo simplemente: “El que quiero es el 10”. El número 10 era Alfredo Di Stéfano.
Me viene esto a la memoria, mientras hago votos para su recuperación, porque conviene recordar en estos momentos que Alfredo Di Stéfano Lahule (Buenos Aires, Argentina, 4 de julio de 1926) durante años fue el máximo goleador de la historia del Real Madrid donde militó once temporadas anotando 307 goles en 403 partidos oficiales y en que obtuvo sus mayores éxitos y reconocimientos siendo el jugador argentino con más títulos en la historia hasta el año 2010 cuando fueron superados sus veintidós trofeos oficiales.
Pese a las consideraciones de la FIFA y la IFFHS, Di Stéfano es indicado por algunos como el mejor jugador de todos los tiempos y su nombre va directamente ligado al del club madrileño, ya que su fichaje por el equipo «merengue» cambió el curso de la historia de este equipo hasta ser proclamado como el mejor club del Siglo XX, merced sobre todo a las Copas de Europa que consiguió desde que el jugador aterrizase en Madrid. Asimismo, de Di Stéfano cabe destacar su exquisita calidad técnica y su polivalencia en el campo, siendo por ello, considerado por algunos el jugador más completo que ha dado el fútbol a nivel mundial.
Por último, experimenté la sensación, estrictamente futbolística, que el próximo duelo Argentina-Holanda será algo más que una reedición de la final del Mundial de 1978. Será la batalla de todas las batallas en este Mundial.