A Mel no le gustan los domingos. Tiene once años y es podenca. La encontramos en el pueblo de Es Cubells, cuando apenas tenía un año. Nació en una famosa jauría de podencos que vivía en aquellos bosques. Seguramente se alejó de la manada, se despistó y no supo volver. En el pueblo nos dijeron que llevaba días por allí deambulando. Cojeaba de una pata y estaba extremadamente delgada y triste. Su mirada de pena rompía el corazón. Nada más vernos tuvo claro que se vendría con nosotros, así que nos esperó paciente junto al coche mientras comíamos en un restaurante. Cuando nos íbamos, abrimos el maletero y subió de un salto como si siempre lo hubiera hecho. Entró en casa tímidamente, con la esperanza de una vida mejor. Con cariño y comida se recuperó pronto y aquí está ahora, diez años después, tumbada a mi lado mientras escribo esto. Hoy es domingo y ella los odia.
Los odia porque es el día que vienen los cazadores al bosque de atrás de casa. En cuanto amanece se van oyendo disparos secos y no cesan hasta una vez caído el sol. Ella los domingos no sale. Se acurruca en diferentes rincones de la casa; en el comedor, en alguna habitación. Ningún sitio le parece del todo seguro, ni siquiera nuestra compañía la reconforta demasiado. Lo pasa muy mal. Tengo más perros y a ellos tampoco les gustan los disparos, pero está claro que Mel les tiene un miedo antiguo, aterrador, traumático. No sé cómo sería su primer año de vida en esos bosques. No sé cuanto sufrió ni cuanto disfrutó. Lo que sí sé es el pánico que le producen esas detonaciones. A veces suenan tan cerca que yo tampoco salgo. El sonido de un disparo es frío y seco, paraliza la sangre. Es un sonido que recuerda a guerra, a muerte. Es un sonido desolador.
No sé cómo sería su primer año de vida en esos bosques. No sé cuanto sufrió ni cuanto disfrutó. Lo que sí sé es el pánico que le producen esas detonaciones.
Oigo los disparos desde el salón mientras ojeo las noticias. Y pienso en esas guerras, en la cantidad de niños que, como Mel, quedarán traumatizados. Niños sin culpa con infancias destrozadas. Niños que no conocen la paz, que no saben lo que es una vida normal; dormir tranquilamente, ir al cole, celebrar un cumpleaños con amigos y reír. Niños que no sólo odiarán los domingos, odiarán todos los días de la semana. Todos los días del mes, del año y de los años que esa guerra dure. Odiarán todos los días robados, a punta de pistola, de su única infancia. Nunca más se es niño y nunca ese dolor y ese miedo se repara.
A veces llovía, o hacía frío, o simplemente el sueño de los niños podía a la razón y entonces pedían llorando e ingenuos “Mamá, no importan las bombas. Déjanos dormir”.
Mi madre de niña vivió la Guerra Civil. Entre muchas de las cosas que me contó de aquellos años, hay una que se me quedó grabada. Contaba que había muchas noches en las que las sirenas sonaban avisando de bombardeos. Mi abuela despertaba a todos sus hijos y los llevaba al refugio. Allí se quedaban hasta que avisaban de que el peligro había pasado. Entonces volvían a casa. Pero algunas noches esas sirenas sonaban tantas veces que ir y venir del refugio se hacía insoportable. A veces llovía, o hacía frío, o simplemente el sueño de los niños podía a la razón y entonces pedían llorando e ingenuos “Mamá, no importan las bombas. Déjanos dormir”.
Estos niños, como Mel, también se merecen una vida mejor y subirían de un salto al maletero de cualquier coche que les alejara de ese sonido desgarrador que tienen como banda sonora de su infancia.
Mel odia los domingos y es que a veces los domingos suenan a guerra.
Triste realidad…
Triste de verdad
estoy co mpletamente de acuerdo
Puri, un día tenemos que quedar a tomar un café y charlar.
Cuando tu quieras Susana , un besazo