Es septiembre y es inevitable recordar los septiembres de principios de curso. Por recordar, recuerdo hasta cómo olía mi cartera del colegio. Una fragancia maravillosa conseguida con la combinación del aroma de los libros, los lápices y el bocadillo para el recreo.
Tuve la suerte de ir a un colegio muy especial. Era un colegio que a vista de calle parecía muy serio, pero en su interior se cocía una armonía y un gusto por la vida que hacían que te sintieras en casa. Aunque ahora que lo pienso es verdad que era serio. Era serio porque nos enseñaban la importancia de las cosas serias y el respeto que esas cosas merecen. Nos enseñaban, por ejemplo, a amar el arte; a amar la música, la pintura, la literatura, la poesía, el teatro. Nos enseñaban a respetar las normas y a saber cuestionarlas. A opinar, a saber razonar, a saber expresar con educación y buenas maneras cualquier cosa que pensaras. Nos enseñaban a escuchar, a dialogar, a rebatir, a ser individuo y a la vez a compartir, a trabajar en grupo, a saber ser diferente, a saber ser igual, a admirar, a ayudar… Podría decir tantas cosas de las que allí aprendí que no acabaría nunca. Por algo era un colegio en el que los del último curso, el último día, no dejaban de llorar.
Nos enseñaban, por ejemplo, a amar el arte; a amar la música, la pintura, la literatura, la poesía, el teatro. Nos enseñaban a respetar las normas y a saber cuestionarlas.
Gracias a una red social, he contactado con dos de mis profesores. Ya los dos se han jubilado. Me ha hecho muchísima ilusión volver a saber de ellos después de tantos años. Por la vida de estos profesores han pasado cientos de alumnos, pero por la vida de sus alumnos han pasado ellos. Todos esos alumnos les recordamos como una influencia. Han formado una parte importante de nuestra vida. Seguramente algo de nosotros, viéndolo ahora como adulta, tiene que ver con cómo ellos eran.
Mi marido es profesor en un instituto. A diario veo cuánto se involucra y cuánto le importan sus alumnos. Veo lo mucho que da, pero también veo lo mucho que recibe de todos esos chavales. Lo he visto triste por lo que le ocurre a alguno de ellos, emocionado por algún otro, lo he visto reír con sus anécdotas, también lo he visto preocupado. Diría que muchas veces piensa en ellos como lo haría un padre. A veces la asignatura que un profesor enseña pasa a un segundo lugar ya que la vida de esos chicos, sus sentimientos y las ganas de ayudarlos supera al temario. En secundaria, muchos de ellos andan perdidos. Están en una edad difícil en la que necesitan saber qué hacer y, tristemente, en este momento en el que vivimos, no es fácil ni siquiera aconsejarlos.
A veces la asignatura que un profesor enseña pasa a un segundo lugar ya que la vida de esos chicos, sus sentimientos y las ganas de ayudarlos supera al temario.
Cierto será que hay profesores y profesoras a los que no les importe su alumnado. Como igual de cierto es, que hay padres y madres a los que sus hijos tampoco les importan, pero todos esos casos no dejan de ser minoría.
Este escrito es para darle las gracias a todos los profesores que me ayudaron a ser quien soy y a todos los profesores que ayudaron a mi hijo a ser quien es.
Unos más simpáticos, otros más serios, más cariñosos o menos, pero todos procurando dar lo mejor de sí.
Bocadillos, libros, lápices, pizarras, tizas… qué buena combinación de aromas.
Totalmente de acuerdo. Lamentablemente es una profesión que no está valorada lo suficiente. Creo que casi todo el mundo recuerda a un profesor que le marcó de alguna manera , en mi caso el buen recuerdo le tengo de Mere Natividad, en un momento determinado su apoyo y confianza me ayudaron mucho.
Ser profesor es algo vocacional y la gran mayoría de profesores se toman su trabajo muy en serio. Es verdad que se les valora lo suficiente.
Estoy totalmente de acuerdo, posiblemente sea una de las mejores épocas de la vida
Sí, son buenos recuerdos