@Julio Herranz/ Cuando la vida ascendente se cruza de igual a igual (sin abuso de esa ‘autoridad’ que suponen los años) con la vida descendente, pueden suceder estimulantes fenómenos de vasos comunicantes. Y si no estuviera tan sobada por los medios y algunos partidos (rotos) políticos, usaría el adjetivo de moda, ‘transversal’; muletilla interesada para intentar captar el mayor número de votos posibles. Vasos comunicantes que intercambian sinergias propias de cada uno de los sectores que conforman la sociedad: esa energía, ilusión y entusiasmo propios de la juventud frente a la experiencia, el conocimiento y la solvencia que debieran aportar los años cuando las nieves del tiempo platean las sienes y las arrugas de la edad no sean disimuladas con engaños y trucos biológicos.
Les entré por derecho con un poema que captó de inmediato su atención. Máxime porque lo vendí como un complemento a la fiesta de Halloween, que acababa de pasar. Era ‘La desesperación’ de Espronceda.
Un fenómeno que uno ha vuelto a comprobar recientemente en un recital lírico que ofrecí durante una escapada a mi querida y dolida Andalucía. Fue en uno de los institutos de Los Palacios (Sevilla), ante un centenar de alumnos de segundo de Bachiller; o sea, mozos y mozas de entre los diecisiete y dieciocho añitos. El pretexto fue una conexión familiar con un profesor de literatura del centro, que andaba el hombre algo deprimido por el poco interés y atención que sus educandos mostraban hacia la poesía. Una situación que he podido comprobar a menudo en otras latitudes, por supuesto; empezando por Ibiza y Formentera, plazas en las que he ‘actuado’ con más frecuencia. Así que me ofrecí, gratuitamente, a demostrarle que estaba equivocado. La culpa no era de los estudiantes, en general, sino del mal planteamiento de la asignatura, con programas mayormente teóricos de nombres, generaciones, datos y fechas que aburren más que estimulan el conocimiento de una materia, la poesía, que no debería ser enseñada por imposición, sino por contagio.
La cita era a las diez de la mañana y el salón de actos bullía de voces y móviles guasaperos. Por cierto, estoy a favor de que tales maquinitas ‘listas’ y omnipresentes se queden en recepción o en casita; con ellas tan a mano no hay forma de concentrarse en el estudio ni en la comunicación con los demás. Y para controlar a tan díscolo auditorio, cuatro o cinco profesores que parecían escépticos ante la iniciativa; aunque agradecidos y amistosos, eso sí, con el atrevido y osado invitado que pretendía calmar con poesía tanta hormona en rebeldía natural. Pero (perro viejo uno en estas lides), sin cortarme un pelo, y mostrando un aparente nerviosismo que sólo sentía a medias, les entré por derecho con un poema que captó de inmediato su atención. Máxime porque lo vendí como un complemento a la fiesta de Halloween, que acababa de pasar. Era ‘La desesperación’ de Espronceda, que (de corrido) empieza: «Me agrada un cementerio de muertos bien relleno, manando sangre y cieno que impida el respirar; y allí un sepulturero de tétrica mirada, con manos despiadadas los cráneos machacar…». Leído con cierto aire teatral morboso y dándole énfasis a las palabras más incisivas, quedaron encantados y aplaudieron como si uno fuera una estrella de rock, mientras los profesores sonreían encantados.
La literatura debería enseñarse por contagio y seducción antes que por imposición.
Captada, pues, su difusa atención, entramos en el terreno al que quería llevarles: los poetas que más me gustan de la Generación del 50, como Gil de Biedma, Ángel González, Caballero Bonald, José Agustín Goytisolo o Brines. Generación que estaban estudiando en este trimestre. Y como complemento, dando la cara, rematando la faena con algunos poemas propios de mi libro El ángel yuxtapuesto; los más cañeros, digamos. Es que no falla: si seleccionas bien los textos en función de los receptores y das vida a la palabra poética con la técnica, emoción y sinceridad oportunas, los jóvenes entran bien al trapo de la lírica y quedan agradecidos de la experiencia. Porque, ya digo, la literatura debería enseñarse por contagio y seducción antes que por imposición.