@Julio Herranz/ Es un fenómeno llamativo, curioso y más bien indignante, visto desde el punto de vista de la conciencia social, el que algunos políticos de derecha les ponga, sí, usar a relevantes poetas de izquierda como adorno y coartada de su talante cultural ‘generoso’; de su actitud sin complejos, e hipócrita, de cara a la galería de potenciales votantes. Un fenómeno que vengo observando con cierta perplejidad desde hace tiempo; y con una creciente irritación que me ataca los nervios por lo que tiene de falta de respeto a la memoria de unos autores que, en vida, dieron sobradas muestras ideológicas de su compromiso ciudadano, tirando claramente al rojo. Los ejemplos son abundantes, pero, de muestra, me limitaré aquí a señalar tres casos que claman al cielo de las musas. Tanto que, si uno fuera creyente, pensaría que los poetas en cuestión se removerían en sus tumbas con claro desasosiego.
Una creciente irritación me ataca los nervios por lo que tiene de falta de respeto a la memoria de unos autores que, en vida, dieron sobradas muestras ideológicas de su compromiso ciudadano, tirando claramente al rojo.
El primero se remonta a los años finales de Rafael Alberti, cuando el vate ya no tenía fuerzas ni para mirarse en el espejo. Pues bien, su negocianta esposa, María Asunción Mateos, no tuvo empacho en organizar una visita del entonces presidente de gobierno, José María Aznar, al autor comunista en su casa del Puerto de Santa María. Una noticia que abrió, por supuesto, todos los informativos institucionales, para escándalo de los admiradores del autor de Sobre los ángeles, que no salíamos del asombro ante semejante descaro y abuso de autoridad con un poeta nonagenario que ya no se enteraba de lo que pasaba a su alrededor. Pero la foto electoral podía darle réditos, pensaría con ingenuidad el nefasto Aznar, tan crecido entonces de mayoría absoluta.
El segundo caso también tuvo de protagonista al mismo presidente, y por una casualidad vacacional lo viví en directo. Fue con ocasión de la exposición que la Residencia de Estudiantes madrileña realizó sobre Luis Cernuda para celebrar el centenario de su muerte, en 2003. La inauguración, a la que entré gracias a Luis Antonio de Villena, un viejo amigo, corrió a cargo de Aznar, que sin rubor alguno hizo un elogio chocante en sus labios del autor de La realidad y el deseo, también de izquierdas y, encima, homosexual. Uno estaba al lado de Villena y de Carmen Alborch (exministra socialista de Cultura) y me tuve que reír ante los comentarios que ambos iban haciendo al discurso aznarino; algunos en un tono lo suficientemente alto como para pasar desapercibido. La ira de ultratumba de don Luis se palpaba en el ambiente.
Y el tercero, de hace poco, corrió a cargo del actual presidente de la sufrida Extremadura, el Monago de las narices: ególatra hasta el aburrimiento, liante y charlatán de feria, quien para escaquearse del delito evidente de corrupción por sus viajes sentimentales a Canarias a cargo del erario público, recurre a lo que haga falta para tapar sus vergüenzas. Así, en una larga intervención en el parlamento regional en la que intentaba justificar lo injustificable, va el menda y se pone a mezclar su crispado discurso con estrofas de Ciudad sin sueño, uno de los mejores poemas del lorquiano Poeta en Nueva York. Como para darle de hostias si lo hubiera tenido cerca. Y qué mal leído, y qué horror sentir en su mentirosa boca los geniales versos de Federico.
El Monago de las narices: ególatra hasta el aburrimiento, liante y charlatán de feria, quien para escaquearse del delito evidente de corrupción por sus viajes sentimentales a Canarias a cargo del erario público, recurre a lo que haga falta para tapar sus vergüenzas.
A los tres casos le vienen de perla estos versos de Birds in the night, el duro y gran poema que Cernuda escribió sobre la relación íntima de Verlaine y Rimbaud, tan condenada en su tiempo: «¿Oyen los muertos lo que los vivos dicen luego de ellos?/ Ojalá nada oigan: ha de ser un alivio ese silencio interminable/ para aquellos que vivieron por la palabra y murieron por ella (…) Pero el silencio allá no evita/ acá la farsa elogiosa y repugnante». Pues éso.